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Juan Pablo Viscardo, el jesuita de los derechos americanos

En 2016 se han cumplido quinientos años de la muerte de Fernando el Católico y trescientos del nacimiento de Carlos III: dos monarcas singularmente relevantes para la vida de la América hispana. Hablemos antes del rey ilustrado –el mejor de los Borbones, cuyo retrato preside hoy el despacho de su descendiente y declarado admirador, Felipe VI–. No han faltado este año, desde luego, actividades como las que ha promovido en Madrid la Casa de América para recordar la importancia de su obra reformadora en las colonias americanas: desde el Reglamento de libre de comercio de 1778 hasta la promulgación, cuatro años más tarde, de la Real ordenanza de Intendentes para el recién creado virreinato del Río de la Plata, que ha sido calificada por algunos estudiosos como la primera carta política de la Argentina. Una constitución avant-la-lettre, al menos en el sentido orgánico: para serlo al modo contemporáneo faltaba aún la proclamación de los derechos fundamentales y la doctrina del pacto social.

Quien habría de inaugurar la discusión sobre tales derechos en el ámbito de Ultramar sería el arequipeño Juan Pablo Viscardo y Guzmán (1748-1798), un hombre cuya carrera estaría decisivamente determinada por el que se considera, en cambio, el gran lunar del reinado de Carlos III: la expulsión de los jesuitas de todos los territorios de la Monarquía hispánica. A Viscardo, que en 1760 había ingresado al noviciado de la Compañía en Cuzco, la real medida le sorprendió con apenas veinte años, y, puesto sobre el camino del exilio, acabó confinado junto a su hermano José Anselmo (también novicio jesuita) en Massa Carrara, en el litoral toscano. En fecha que no se ha precisado se trasladó a Livorno, en donde entabló comunicación con el cónsul inglés, con cuya ayuda es posible que pasase a Londres. Allí circulaban libremente las noticias sobre los movimientos que, apenas inaugurada la década de 1780, empezaron a desafiar el control metropolitano en la América española: en Perú –precisamente en las tierras cuzqueñas que había dejado Viscardo–, la rebelión de Túpac Amaru; en El Socorro, en la Nueva Granada, la insurección de los Comuneros. Viscardo busca la forma de influir sobre el gobierno británico para conseguir apoyos a la causa del caudillo que se había proclamado restaurador de la monarquía incaica (aunque era mestizo y había recibido la educación propia de un criollo, llegando a dominar el latín). Sin demasiado éxito en esas gestiones, se cree que en 1792, en medio de las convulsiones que rodearon el derrocamiento de la monarquía de Luis XVI, el tenaz jesuita se hallaba en la Francia revolucionaria. Se cumplían entonces trescientos años del descubrimiento de América, y, reflexionando sobre aquel hecho, el arequipeño redacta en francés la que será su máxima contribución al pensamiento político hispanoamericano: la Lettre aux espagnols américains, en la que al hilo de la historia del Nuevo Mundo desarrollaba un argumento para reivindicar las libertades de los criollos, avasalladas, según denunciaba, por el absolutismo real.

Como harían más tarde los liberales de Cádiz, Viscardo recordaba que los españoles, precavidos contra el despotismo de la corona, "concentraron la supremacía de la justicia, y los poderes legislativos de la paz, de la guerra, de los subsidios y de las monedas en las Cortes que representaban la nación en sus diferentes clases y debían ser los depositarios y los guardianes de los derechos del pueblo". Señalaba, además, que "a este dique tan sólido los aragoneses añadieron el célebre magistrado llamado el Justicia, para velar a la protección del pueblo contra toda violencia y opresión, como también para reprimir el poder abusivo de los reyes".

Pero América nunca había tenido Cortes, ni instituciones en las que estuviesen representados los estamentos. Bajo la acción conjunta de los Reyes Católicos, los territorios españoles del Nuevo Mundo, aunque adjudicados únicamente a Castilla, se organizaron según un sistema que tomaba como modelo la Corona de Fernando, el otro monarca conmemorado en 2016. Ahora bien: esas instituciones copiadas a Aragón no fueron ciertamente las que moderaban en este reino el poder real, sino, principalmente, la que servía para el gobierno de todo el mosaico de territorios regidos por el monarca aragonés (incluyendo los de Italia): el virreinato. El mandato de virreyes como Francisco de Toledo, destinado al Perú en tiempos de Felipe II, es puesto por Viscardo como ejemplo de despotismo.

Animando, pues, a los criollos a imitar lo hecho por las colonias norteamericanas, Viscardo postula la proclamación en la América hispana de un gobierno libre y abierto a la influencia de las naciones más progresistas:

¡Qué agradable y sensible espectáculo presentarán las costas de la América, cubiertas de hombres de todas las naciones, cambiando las producciones de sus países por las nuestras! ¡, huyendo de la opresión, o de la miseria, vendrán a enriquecernos con su industria, con sus conocimientos y a reparar nuestra población debilitada! De esta manera la América reunirá las extremidades de la tierra, y sus habitantes serán atados por el interés común de una sola GRANDE FAMILIA DE HERMANOS.

Enfermo y en la pobreza, Viscardo murió en Londres en 1798, habiéndole legado sus papeles al ministro norteamericano ante la corte inglesa, Rufus King. Éste los entregó luego al venezolano Francisco de Miranda, que hizo publicar la Carta en 1799. En los primeros años del siglo XIX, ya traducido al español, el texto circulará como propaganda revolucionaria por la América hispana, a tal punto que algunos vendedores lo utilizaban en los mercados para envolver la fruta.

Xavier Reyes Matheus, profesor de la Universidad Rey Juan Carlos.

Artículo publicado en Libertad Digital.

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