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Unión entre los cristianos: llegó la hora de la obediencia

Fuera de la Iglesia católica se suele asumir que los católicos estudiamos y obedecemos fielmente el magisterio papal.  El peso real de la autoridad eclesial en la Iglesia católica se contrasta con frecuencia con la multitud de opiniones y consiguiente fragmentación que evidencia a menudo el cristianismo protestante.  Desde nuestro margen del Tíber afirmamos con regocijo que así es, mientras rezamos intensamente para que tal o cual ministerio, universidad, o institución católica deje de salirse del tiesto de la ortodoxia en relación a alguno de los temas candentes de nuestro tiempo.  Es evidente que el magisterio papal y la creencia y praxis de los fieles no siempre caminan a un mismo ritmo.
 
El tema del ecumenismo, la relación entre católicos y otros cristianos es un tema en el que magisterio y opinión popular marchan a tal distancia que, de ser esto una prueba de 5000 metros en pista, el Santo Padre nos habría doblado ya varias veces.  Los tres últimos papas han tenido como punto absolutamente central de su magisterio el avanzar en la sanación de las heridas del Cuerpo de Cristo.  Lo que el Concilio justificaba y definía, San Juan Pablo II y Benedicto XVI ampliaban y aplicaban hasta límites insospechados.  El Papa Francisco, fiel a su estilo cercano y espontáneo, opera a veces como si la unión de los cristianos fuese ya una realidad.  Como él ha dicho en más de una ocasión, la unión de los discípulos de Jesús ya es un hecho, al menos en la sangre de los mártires del siglo XXI.  A pesar de ello, las opiniones, las actitudes y los actos de muchos fieles católicos siguen anclados en las primeras décadas del siglo XVI.
 
Ante las conmemoraciones de este año tanto de los 500 años de la Reforma protestante como de los 50 años de la Renovación Carismática Católica, hablar de la unión entre los cristianos con algo de detenimiento se me antoja como de la máxima vigencia y prioridad.  Resulta, como veremos a continuación, que la sanación de las heridas del Cuerpo de Cristo requiere, ni más ni menos, de un nuevo y permanente Pentecostés.  En este artículo me gustaría, en primer lugar, hacer un breve repaso de los principales hitos del magisterio de los últimos 50 años en relación al ecumenismo, sin tecnicismos y sin perdernos en los detalles.  No es posible dejarse guiar por el Espíritu Santo sin antes adoptar una actitud de docilidad ante el magisterio de la Iglesia.  El foco de esta reflexión que quiero hacer, no obstante, está en los frutos de este esfuerzo ecuménico en las últimas décadas, y en lo que ocurre y ocurrirá cuando los cristianos de diversas tradiciones se dejen hacer por el Espíritu Santo.  “El que tenga oídos, que escuche lo que el Espíritu dice a las iglesias” (Apo 2,29).
 
Vaticano II: El pistoletazo de salida
El 25 de diciembre de 1961, Juan XXIII publicaba su constitución apostólica Humanae Salutis, por medio de la cual convocaba el Concilio Vaticano II. De este maravilloso documento quiero resaltar solo dos citas. En su punto 8, el Papa menciona la unidad de todos los cristianos como uno de los grandes objetivos que el concilio iba a promover.  Ante los “generosos y crecientes esfuerzos que en no pocas partes se hacen con el fin de rehacer aquella unidad visible de todos los cristianos que responda a la voluntad del Redentor,” afirma Juan XXIII, el concilio iba a aclarar principios doctrinales, y también a dar ejemplos de mutua caridad entre hermanos separados (HS 8).  El Papa pide las oraciones de todos los fieles, e incluye en esta petición a “todos los cristianos de las iglesias separadas de Roma” para que el concilio les sea también a ellos provechoso.  Al mencionar la promoción de la unidad de todos los cristianos como objetivo central del concilio, Juan XXIII empieza ya a usar términos chocantes que requerían, sin duda, esa aclaración de principios doctrinales y esos ejemplos de caridad mutua a los que él se refería: “Hermanos”, “iglesias”…
 
En segundo lugar, quiero resaltar la muy conocida oración del Juan XXIII al Espíritu Santo en HS 23.  El Papa pide que se recree en la iglesia la escena del Concilio de Jerusalén (Hechos de los Apóstoles 15), con todos los cristianos unidos en comunión de pensamiento y oración, y pide al Espíritu que “renueve en nuestro tiempo los prodigios, como de un nuevo Pentecostés,” para que en unidad, la iglesia propague el reino de Dios.  El Papa reconoce así que el pleno cumplimiento de la misión de la Iglesia requiere la unidad entre los cristianos, y que esta unidad va a ser obra, como lo fue al principio, del Espíritu Santo. No es fácil, desde nuestra perspectiva de 2017, apreciar lo chocante de estas palabras de Juan XXIII en 1961.  Baste una anécdota de lo que ocurrió en el Primer Concilio Vaticano, menos de cien años antes del Segundo Concilio, para apreciar la novedad de las palabras del Papa en su justa medida.  Durante la 31ª Congregación General, el obispo croata Joseph G. Strossmayer afirmó que muchos protestantes amaban sinceramente a Jesús, y que no era justo, por tanto, considerar el protestantismo como “la raíz de todas las herejías modernas”. La afirmación de Strossmayer fue contestada por su audiencia con gritos de “fuera el hereje”, “nuevo Lutero”, y “blasfemia”.  George Lindbeck, uno de los observadores protestantes en el Concilio Vaticano II, compara aquella triste ocasión del Primer Concilio Vaticano con el discurso que el arzobispo de Estrasburgo Elchinger pronunció, durante el Segundo, en San Pedro sobre la deuda que, incluso en temas doctrinales, los católicos tienen con otros cristianos.  El contraste entre ambos momentos emocionó a Lindbeck profundamente.
 
En cierto sentido, todo el magisterio posterior sobre la unidad entre los cristianos, desde Lumen Gentium 8 y Unitatis Reintegratio a Ut Unum Sint y el magisterio actual del Papa Francisco, no es sino una exégesis y amplificación de estas palabras de Juan XXIII.  Palabra clave es, sin duda, la que introduce Lumen Gentium 8 al afirmar que la Iglesia de Cristo subsiste (“subsistit”, no “est”) en la Iglesia católica, es decir, se rechaza una identificación exclusiva de la Iglesia de Cristo con la Iglesia católica.  Muchos elementos de santidad y verdad que pertenecen a la Iglesia de Cristo, añade la constitución dogmática, se encuentran fuera de su estructura actual, y por pertenecer a la Iglesia de Cristo impelen a la unidad. Unitatis Reintegratio, el decreto sobre ecumenismo del concilio, explica con más detalle el magisterio sobre los cristianos no católicos.  Los cristianos no católicos, por medio de su bautismo “quedan incorporados a Cristo…y justamente son reconocidos como hermanos en el señor por la Iglesia católica.”  En cuanto a las causas de la división, Unitatis Reintegratio afirma con una humildad ejemplar que esta división se produjo “no sin responsabilidad de ambas partes”, que los miembros actuales de esas comunidades no pueden ser considerados responsables de esa separación, y que, por tanto, la Iglesia católica los abraza con fraterno respeto y amor.  El decreto va más allá, y afirma la necesidad que tiene la Iglesia de reforma permanente, de conversión y arrepentimiento, y pide perdón a los hermanos separados por los pecados de los católicos contra la unidad (UR 7). 
 
De Juan Pablo II a Francisco: camino irreversible
Tanto San Juan Pablo II como el Papa Emérito Benedicto XVI afirmaron que la unidad entre los cristianos era un objetivo central de sus pontificados.  La encíclica del primero, Ut Unum Sint (1995), es una actualización y ampliación de todo lo que afirmó el concilio sobre ecumenismo.  De ella cabe destacar la definición del camino hacia la unidad que se empezó a andar en el concilio como irreversible y resultado de ponerse a la escucha de la voz del Espíritu Santo.  San Juan Pablo II afirma que, en múltiples ocasiones, la incomprensión mutua, los prejuicios y los malentendidos ancestrales siguen siendo obstáculo para la consecución de la unidad.  En cuanto a teología, el papa hace referencia a la jerarquía de doctrinas (no todo tiene la misma importancia), y pide que la forma y método de enunciar la fe católica no sea obstáculo en el diálogo con nuestros hermanos no católicos. La unidad, afirma el Papa, no implica uniformidad.  La encíclica termina con una expresión de plena confianza en la obra del Espíritu Santo, y una potente invocación a su continuada acción hasta conseguir la plena sanación de las heridas en el cuerpo de Cristo.
 
No todos dentro de la Iglesia han recibido este magisterio de más de 40 años con la docilidad y atención que merece.  En algunos casos por pretender que el ecumenismo se convierta en una búsqueda de unidad construida en falso a base de sacrificar la verdad.  En otros, porque se prefiere permanecer atrincherados en las viejas luchas fratricidas del siglo XVI, rechazando la llamada de los Santos Padres al arrepentimiento y la conversión, y porque se asume que la fractura del Cuerpo de Cristo es problema de otros. Para todos ellos, la llegada del Papa Francisco a la silla de Pedro ha representado un shock que ha dejado a más de uno al borde del infarto.
 
Hay quien piensa que el Papa Francisco es un revolucionario, a pesar de que él insiste que es fundamentalmente un “hijo de la Iglesia.”  Leía este noviembre pasado un artículo de una web americana en la que el autor se alegraba de que el Papa Francisco no hubiera ocupado la silla de Pedro durante la Reforma, ya que, de haber sido así, según ese autor, la Iglesia no habría sobrevivido.  Las palabras que causaban ofensa a este autor eran las pronunciadas por Francisco al Pontificio Consejo para la Promoción de la Unidad de los Cristianos en Roma.  El Papa decía que el ecumenismo consiste en apartar la vista de nuestros propios argumentos y ponerla en la Palabra de Dios que demanda ser oída y testificada en el mundo.  Añadía el Papa que es necesario empezar a caminar juntos, a orar y a proclamar juntos el evangelio, y que a través de este caminar juntos se resolverán los temas aún pendientes. Por último, concluía Francisco, es un error pensar que la unidad es uniformidad y que la vuelta de los cristianos separados a la Iglesia Católica es una mera absorción.  Todo lo que es verdaderamente apostólico en otras comunidades cristianas pertenece a la Iglesia universal y es fuente de enriquecimiento para todos. Todo ello había sido ya afirmado por Juan Pablo II, por Benedicto XVI y por el Concilio, aunque no con la contundencia y naturalidad de Francisco.
 
El Papa Francisco ha vivido durante muchos años este caminar juntos y este descubrir que lo que nos separa es en muchas ocasiones, como afirmaba San Juan Pablo II, fruto del malentendido y del prejuicio.  Cuando Francisco era el arzobispo de Buenos Aires, el arzobispado tenía su sede en la Plaza de Mayo, en un edificio anexo a la catedral de Buenos Aires. Jorge Bergoglio tenía su oficina en la segunda planta, y la cuarta planta había sido alquilada a una organización protestante carismática, Juventud con una Misión, para que ubicara allí su centro nacional de oración.  A lo largo de los años, el cardenal Bergoglio y el líder de JCUM, Alejandro Rodrigues, se vieron muchas veces y forjaron una amistad a través de la oración, la alabanza y la conversación.  Esa relación, junto con su apoyo a la Renovación Carismática Católica en Argentina, llevó al futuro Papa a entablar relaciones de amistad con otros líderes protestantes, sobre todo de orientación carismática, de Latinoamérica y también del mundo anglosajón. La amistad del cardenal Bergoglio con el obispo anglicano carismático Tony Palmer durante años es muy conocida. Tras ser elegido Papa, Francisco le invitó a Roma para conversar, sin agenda previa, sobre la unidad de los cristianos. Palmer le comentó que iba a asistir a una conferencia con miles de evangélicos carismáticos y le sugirió que les mandara un mensaje.  “Hagamos un vídeo” contestó el Papa.  Antes de mostrar aquel vídeo de Francisco al congreso evangélico, en el que el Papa se dirigía a ellos como “hermanos queridos”, Palmer anunció, pecando quizás de un exceso de audacia: “Se acabó la protesta.”  Los frutos de todas esas relaciones del Papa Francisco con sus queridos hermanos no han hecho más que empezar a manifestarse, como comprobaremos este año.
 
¿Y qué?
Cabe preguntarse, tras todo este magisterio de los santos padres: ¿Y qué? ¿Qué logros concretos, qué avances medibles hacia la unidad ha traído todo este esfuerzo? ¿Qué movimientos hacia la unidad se perciben entre los protestantes?  ¿En qué se manifiesta de forma concreta el “intercambio de dones” al que se referían el Concilio y los tres últimos pontífices? ¿De qué manera está este intercambio llevándonos a la unidad definitiva en torno a la mesa del Señor? 
 
La Declaración Conjunta sobre la Doctrina de la Justificación, firmada en 1999 entre la Federación Luterana Mundial y la Iglesia católica, es el ejemplo más destacado en cuanto a avances teológicos y doctrinales se refiere. Aun sin resolver todas las diferencias, el documento afirma el acuerdo fundamental sobre la justificación por la gracia a través de la fe, y concluye que las diferencias que aún existen entre católicos y luteranos en cuanto a la justificación ya no dan lugar a condenas doctrinales mutuas y tampoco desbaratan el consenso en lo fundamental.  El último punto de esta declaración pone lo conseguido hasta ahora en su perspectiva correcta: “Damos gracias al Señor por este paso decisivo en el camino de superar la división de la iglesia. Pedimos al Espíritu Santo que nos siga conduciendo hacia esa unidad visible que es voluntad de Cristo.” 
 
Los ordinariatos especiales creados por Benedicto XVI para la incorporación a la Iglesia católica de los anglicanos representan un hito fundamental en el camino hacia la unidad plena entre los cristianos.  Por medio de la Constitución Apostólica Anglicanorum Coetibus (2009), Benedicto XVI creó ordinariatos personales para la incorporación de los anglicanos que lo deseen a la Iglesia católica.  Lo que quisiera destacar de estos ordinariatos es que representan el primer gran ejemplo de lo que afirmaban tanto el concilio como los tres últimos papas cuando decían que la unidad de los cristianos no es una mera asimilación, que la unidad no es uniformidad.  A través de estos ordinariatos personales, tres en la actualidad, y equivalentes cada uno a una diócesis, los anglicanos se incorporan plenamente a la Iglesia católica, pero manteniendo el uso de libros litúrgicos anglicanos y la formación sacerdotal en el patrimonio anglicano.  La justificación de esta flexibilidad católica está plenamente en línea con el Concilio: “Con el objetivo de mantener vivas en el interior de la Iglesia católica las tradiciones espirituales, litúrgicas y pastorales de la Comunión Anglicana, como don precioso para alimentar la fe de sus miembros y riqueza que debe ser compartida” (A.C. III).  Los dones de unos son dones de todos. 
 
Más allá de estos dos importantes logros de carácter oficial, católicos y protestantes que caminan juntos en varios contextos han demostrado las múltiples formas en las que el intercambio de dones entre ambas tradiciones beneficia a la Iglesia global y a su misión evangelizadora. 
 
Hace 22 años una iglesia carismática protestante en Toronto experimentó un fuerte derramamiento del Espíritu Santo, de su poder transformador y sus carismas, incluido el de la sanación.  Muchos cristianos de todo el mundo fueron a Toronto ese año buscando hacerse participes de todo lo que Dios estaba haciendo allí. Entre esos visitantes extranjeros estaba un párroco anglicano inglés que llevaba ya años desarrollando un programa de evangelización en su parroquia, pero al que le faltaba un toque del poder de Dios.  Este párroco anglicano testifica que lo que él recibió de Dios en Toronto posibilitó el despegue potente y definitivo de su programa de evangelización.  El párroco anglicano se llama Nicky Gumbel, y su herramienta de evangelización el Curso Alpha, pieza clave en el arsenal evangelizador de innumerables diócesis católicas de todo el mundo.  
 
Años después, una profesora católica de teología bíblica decidió tomarse un año sabático para estudiar el don de la sanación en sus dimensiones bíblicas e históricas. Esta profesora decidió no solo explorar la teoría sino también buscar una oportunidad para ver el carisma de la sanación en persona y participar ella en la oración por los enfermos.  Decidió entonces unirse a la misión a Brasil de un evangelista carismático protestante y su equipo, precisamente por la insistencia de este hombre en orar por la sanación de los enfermos.  Esta profesora de seminario católico, miembro de un importante pontificio consejo, cuenta que vio a Dios sanar tumores, vio andar a paralíticos, oír a sordos y ver a ciegos casi a diario durante aquel viaje. Esta profesora católica se llama Mary Healy, profesora del Seminario Mayor del Sagrado Corazón de Detroit.  El evangelista protestante es Randy Clark, el mismo que en 1995 era el pastor de la iglesia de Toronto a la que acudió Nicky Gumbel.  Mary Healy dice que el que se sienta débil en la fe, debe ir a “contagiarse” de la fe de otros, y comenta agradecida lo mucho que aprendió de Randy Clark.  Mary da ahora seminarios en los que explica la perspectiva católica sobre la sanación, y estará en Madrid hablando a la Asamblea Nacional de la Renovación este año. Y es que los dones de Dios derramados entre nuestros hermanos en Cristo no católicos pertenecen a la Iglesia de Cristo e impelen a la unidad. ¿Y qué dice Randy de los católicos? Entre otras cosas, habla maravillas de la eucaristía: “Y es que claro, si uno consagra la Cena del Señor todos los días, ¡está predicando el evangelio! ¿Cómo no?”
 
En abril de 2016, más de 60.000 cristianos, protestantes y católicos, celebraron en Los Ángeles el 110º aniversario del llamado avivamiento de la Calle Azusa, que generó el movimiento pentecostal a nivel global.  El objetivo de esta conmemoración era promover el avivamiento, la evangelización y la unidad entre los cristianos. Entre los líderes católicos asistentes estaba Matteo Calisi, a quien Benedicto XVI eligió como consultor en el Pontificio Consejo para los Laicos, así como el obispo auxiliar de Los Ángeles, el director de la Oficina de Nueva Evangelización, y muchos otros. Ante un estadio lleno de público, Matteo Calisi recordaba a todos “la lección de la casa de Cornelio” (Hechos de los Apóstoles 10): Dios ha dado a todos, católicos, ortodoxos y protestantes un mismo Espíritu. Todos debemos arrepentirnos, añadió, de que, por el pecado diabólico de la división en el cuerpo de Cristo, el mundo aun no crea que Jesús es el Señor.  De rodillas sobre el escenario, con líderes protestantes imponiendo las manos sobre él, el Padre Ed Beniof, director de Nueva Evangelización de la diócesis de Los Ángeles, rezó con estas palabras: “Padre, tu nos has dicho en tu Palabra que el ojo no le puede decir a la mano: No te necesito… sabemos que tú quieres traer avivamiento espiritual a nuestra nación y al mundo, pero no habrá avivamiento sin reconciliación entre los cristianos… Por ello el santo padre Papa Francisco, a quien represento, ha hecho una alianza por la unidad y yo la hago extensible a todos vosotros. Os digo con total sinceridad: Os necesito. Oremos y trabajemos por la unidad para que el testimonio de Cristo tenga poder en este mundo.  ¡Manda a tu Espíritu Señor!”
 
“Y tú, ¿qué haces?”
De pequeño yo tenía una enciclopedia ilustrada sobre la Segunda Guerra Mundial con la que me podía pasar horas entretenido.  Recuerdo vivamente la imagen de un cartel de reclutamiento en la que un soldado sostenía su rifle con una mano y con la otra apuntaba al lector con la mirada fija y con una expresión de gran intensidad.  La inscripción decía: E tu, cosa fai?  Desde el fragor de la batalla, el guerrero llama al lector a no quedarse al margen. 
 
Los católicos llevamos ya algunos años cantando Majestad y Ahora es tiempo de alabar a Dios, usando el Curso Alpha, citando a C.S. Lewis, y emocionándonos leyendo La Cruz y el Puñal.  Y hacemos bien. Todos estos dones, y muchos más, son dones de la Iglesia que nuestros hermanos han recibido de Dios y que impelen a la unidad. A través de ellos percibimos claramente el dulce aroma que despiden todos los que proclaman el evangelio (II Cor 2,15).  Aun así, todo esto tiene para muchos un “tufo protestante”.  El pie le dice a la mano: no te necesito.
 
El Papa Francisco, junto con los anteriores pontífices, nos llama a salir de la trinchera de la arrogancia y la autosuficiencia y a ponernos en camino.  Ningún católico fiel a la Iglesia puede pensar que la fractura del cuerpo de Cristo es problema de otros.  Ningún católico fiel al magisterio puede ignorar esta llamada al arrepentimiento y a la conversión renovada al evangelio que requiere el camino hacia la reconciliación.  No es correcto, afirma el Papa, quedarse esperando a que los teólogos resuelvan las diferencias doctrinales que aún quedan por resolver.  Tenemos ya un mismo evangelio que vivir y que predicar en unidad para que el mundo crea.  La unidad definitiva solo llegará cuando nos pongamos en camino. Que toda diócesis, parroquia, seminario, movimiento, institución católica decida, con plena docilidad al Espíritu Santo, qué significa para ella ponerse en camino hacia la plena unidad de los cristianos. El que no sepa que hacer, que mire al Papa Francisco y le imite, sobre todo este año. Ven, Espíritu Santo.

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