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El límite de los cuarenta

No me refiero con este título al “tremendo trauma de haber superado los cuarenta años”. Ha pasado algún tiempo desde entonces, y el cambio de década, en mi experiencia y en la de muchos, no es tan traumático como vaticinan. Tampoco quiero hablar de zonas donde no se pueda circular a más de cuarenta kilómetros por hora. Hablo del “límite de los cuarenta” a la hora de adoptar un niño. Según la ley, la diferencia entre el niño adoptado y sus posibles progenitores debe ser menor a 40 años (o en algunos casos 45).

El límite tiene su razón de ser, pensando sobre todo en el bien del niño, en su futuro. El interrogante que me suscita es ¿por qué en este caso hay límite de edad, y en la adopción-creación de un hijo no lo hay? Es más, los principales clientes de estas “clínicas” son precisamente las mujeres que han superado este límite. Hablo, por supuesto de los establecimientos de fecundación in vitro, en los que se diseña al hijo, incluso sometiéndole a exigentes controles de calidad.

El problema de que un matrimonio de 50 o 55 años adopte a un niño pequeño, todos lo entendemos, es que su vitalidad y energía para criar, cuidar y educar al niño no es la mejor. Y peor aún cuando el niño tenga la maravillosa edad de los 15 ó 16 años, y sus padres estén ya arañando los 70, centrados en disfrutar de la tercera edad. En la adopción todos lo entendemos. ¿Y en la fecundación in vitro?

No simpatizamos, es más lamentamos el hecho del padre-abuelo. Lamentablemente, hay abuelos que tienen que ejercer demasiado de padres, ya sea por la crisis y situación económica, ya sea por otras circunstancias externas. ¿Por qué, entonces, lo propiciamos con la creación-fabricación de hijos en laboratorio?

Para conseguir la adopción, ya sea nacional o internacional, se analiza también la situación de los progenitores. Y es bueno y lógico. Sigue siendo grande el consenso de que el niño adoptado se adaptará mejor si es acogido por un matrimonio bien avenido. Se podría discutir sobre el carácter excepcional de un medio matrimonio, o sea sólo un progenitor.

No simpatizamos, es más lamentamos la orfandad biológica, la pérdida de uno de los padres, por su fallecimiento o por su desaparición. El sentir general lamenta los divorcios, principalmente, apelando al daño que se hace a los hijos (hay más efectos negativos, pero éste también es cierto). Sin embargo, con muchas fecundaciones in vitro estamos condenando al niño a ser huérfano biológicamente, por no saber o no contar con el cariño de uno de los dos padres biológicos, generalmente el padre. ¿Por qué aquí el único criterio es si el “paciente” puede pagar la “intervención sanitaria”?

No estoy justificando la fecundación in vitro autóloga, es decir, aquella en la que no se recurre a la donación de un óvulo o un esperma. La mujer y su marido son los que proporcionan los gametos. Pero la fecundación in vitro autóloga hace aguas por más sitios: estamos condenando al niño a ser huérfano, en muchos casos sin él saberlo.

El principal problema de esta práctica no es sólo ni principalmente los embriones que se quedan por el camino, ya sea porque no dan la talla, o bien porque se realice una “reducción embrionaria”. Explicado en román paladino: la mujer comienza a gestar 2 ó 3 óvulos fecundados, y como sólo quiere o desea uno, se desechan los restantes. El verdadero problema es la cosificacion que hay detrás de la producción, en laboratorio, de una persona, un ser único, individual, maravilloso.

La naturaleza es sabia, y enconarnos, empeñarnos en salirnos con la nuestra por encima de sus límites tiene sus problemas, a corto, medio y largo plazo. Los ancianos del lugar lo saben bien cuando se intenta cambiar el cauce de un río, y lo recuerdan el día de la inundación.

Escribo desde una página religiosa, católica. Pero estos pensamientos no dependen de la fe. Son humanos, fruto de la olvidada “ley natural”. La fe puede ayudar, pero proceden de la sana razón, del pensamiento humano que observa el mundo, la naturaleza, la ciencia, y saca sus conclusiones.

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