«Silencio»
Escribió San Pablo, en una de sus cartas a los cristianos de Corinto, que conservamos la Gracia en vasos de barro, un modo gráfico con el que explica que el único mérito en la historia de la Salvación es el divino y que a los hombres sólo nos corresponde manejar con mimo nuestro personal recipiente. Y porque la película Silencio, de Scorsese, habla de la Gracia y del barro, al caer el telón me fui del cine dándole vueltas a la advertencia del Apóstol de los gentiles, que como los jesuitas que protagonizan la cinta —una obra maestra que el espectador paladea durante días, pues tiene mucha más miga que la que ofrece su largo metraje— fue perseguido, maltratado, torturado, injuriado, juzgado, condenado y martirizado por su fidelidad a Cristo. La diferencia, sutil pero fundamental, radica en la determinación fiel de Pablo ante la cruz, frente a la apostasía de los sacerdotes ante la hostilidad salvaje de las autoridades niponas del siglo XVII.
Si la Gracia no existiera, si Dios no se hubiera comprometido a no abandonarnos bajo ninguna circunstancia, la expansión y el arraigamiento de la fe pertenecerían al mundo de lo fantasioso. Entonces sí, el mundo sería para Jesús y su Iglesia esa ciénaga de la que se jacta el brutal inquisidor japonés al hablar de su país: una tierra podrida que envenenaría al árbol de la Verdad, impidiéndole echar raíces, matándolo, haciéndolo desaparecer de manera definitiva.
Pero la Gracia existe y alimenta al hombre. Quien la acoge (podría hablar de la acción de los Sacramentos, pero terminaría por perder el hilo de este artículo), descubre que su vida fructifica a la vez que contagia alegría y esperanza a su alrededor. Es la misma Gracia que sostuvo a los cristianos nipones durante tantos años de persecución; la que hizo posible la pervivencia de la fe en el enorme archipiélago, a pesar de la ausencia de sacerdotes; es la que sostuvo a los mártires de Nagasaki mientras agonizaban crucificados; es la que sostiene a los misioneros jesuitas durante todo el tiempo que permanecen unidos a Jesús, según el relato de Silencio; la misma que aquilató el corazón de los cristianos perseguidos en el México y la España de la primera mitad del siglo XX, la de los cristianos que hoy unen la sangre al agua de su bautismo.
Silencio nos cuenta los motivos de la apostasía de esos sacerdotes. Y el espectador los comprende, como sin duda los comprende Dios, que no se cansa nunca de entender, disculpar y perdonar, verbos que sostienen ese Amor radical que no conoce excepciones. Pero Silencio también nos muestra la negativa de los católicos japoneses —campesinos sin higiene ni estudios, pobres y hambrientos— a renegar de ninguna de las Verdades de la fe, y el valor con el que se resisten a pisotear las imágenes de Cristo y de la Virgen, conscientes de que aquella obcecación iba a conducirles al patíbulo. Es la Gracia, siempre la Gracia, por la que identificaban el martirio con una puerta al Paraíso, donde —como con tanta belleza expresan en un momento de la película— no hay dolor, ni persecución, ni trabajos forzados, ni impuestos abusivos… sino la unión definitiva con Dios, culminación de esa Gracia que se desborda.
Parece que a Scorsese, que ofendió sin necesidad a los cristianos con La última tentación de Cristo y que en muchas de sus películas quiebra las leyes de la decencia, también le ronda la Gracia. ¿Quién sería capaz de negarlo después de ver Silencio? Al director le ha sobrecogido la fe de catacumba de aquellas aldeas, transmitida por el testimonio de sus mayores, que ante la ausencia de pastores se encargaban de bautizar a los recién nacidos. Le ha sobrecogido la fe de los jesuitas que asumen tantos riesgos con tal de rescatar al padre Ferreira, del que les han llegado inquietantes noticias acerca de su apostasía. Le ha sobrecogido la capacidad que Jesús tiene de perdonar a través de sus sacerdotes, por repugnante que sea el pecador, por repulsivo y repetido que sea el pecado cometido. Le ha sobrecogido el rondar de Cristo alrededor de sus hermanos, incluso cuando estos le han negado en público. Le ha sobrecogido el poder de la Gracia, que es muy superior al de la muerte, como refleja en la escena final, cuando el espectador ya ha realizado todos sus juicios morales: basta la cercanía a la cruz, aunque la cruz sea diminuta, para que renazca un haz de luz.
Si la Gracia no existiera, si Dios no se hubiera comprometido a no abandonarnos bajo ninguna circunstancia, la expansión y el arraigamiento de la fe pertenecerían al mundo de lo fantasioso. Entonces sí, el mundo sería para Jesús y su Iglesia esa ciénaga de la que se jacta el brutal inquisidor japonés al hablar de su país: una tierra podrida que envenenaría al árbol de la Verdad, impidiéndole echar raíces, matándolo, haciéndolo desaparecer de manera definitiva.
Pero la Gracia existe y alimenta al hombre. Quien la acoge (podría hablar de la acción de los Sacramentos, pero terminaría por perder el hilo de este artículo), descubre que su vida fructifica a la vez que contagia alegría y esperanza a su alrededor. Es la misma Gracia que sostuvo a los cristianos nipones durante tantos años de persecución; la que hizo posible la pervivencia de la fe en el enorme archipiélago, a pesar de la ausencia de sacerdotes; es la que sostuvo a los mártires de Nagasaki mientras agonizaban crucificados; es la que sostiene a los misioneros jesuitas durante todo el tiempo que permanecen unidos a Jesús, según el relato de Silencio; la misma que aquilató el corazón de los cristianos perseguidos en el México y la España de la primera mitad del siglo XX, la de los cristianos que hoy unen la sangre al agua de su bautismo.
Silencio nos cuenta los motivos de la apostasía de esos sacerdotes. Y el espectador los comprende, como sin duda los comprende Dios, que no se cansa nunca de entender, disculpar y perdonar, verbos que sostienen ese Amor radical que no conoce excepciones. Pero Silencio también nos muestra la negativa de los católicos japoneses —campesinos sin higiene ni estudios, pobres y hambrientos— a renegar de ninguna de las Verdades de la fe, y el valor con el que se resisten a pisotear las imágenes de Cristo y de la Virgen, conscientes de que aquella obcecación iba a conducirles al patíbulo. Es la Gracia, siempre la Gracia, por la que identificaban el martirio con una puerta al Paraíso, donde —como con tanta belleza expresan en un momento de la película— no hay dolor, ni persecución, ni trabajos forzados, ni impuestos abusivos… sino la unión definitiva con Dios, culminación de esa Gracia que se desborda.
Parece que a Scorsese, que ofendió sin necesidad a los cristianos con La última tentación de Cristo y que en muchas de sus películas quiebra las leyes de la decencia, también le ronda la Gracia. ¿Quién sería capaz de negarlo después de ver Silencio? Al director le ha sobrecogido la fe de catacumba de aquellas aldeas, transmitida por el testimonio de sus mayores, que ante la ausencia de pastores se encargaban de bautizar a los recién nacidos. Le ha sobrecogido la fe de los jesuitas que asumen tantos riesgos con tal de rescatar al padre Ferreira, del que les han llegado inquietantes noticias acerca de su apostasía. Le ha sobrecogido la capacidad que Jesús tiene de perdonar a través de sus sacerdotes, por repugnante que sea el pecador, por repulsivo y repetido que sea el pecado cometido. Le ha sobrecogido el rondar de Cristo alrededor de sus hermanos, incluso cuando estos le han negado en público. Le ha sobrecogido el poder de la Gracia, que es muy superior al de la muerte, como refleja en la escena final, cuando el espectador ya ha realizado todos sus juicios morales: basta la cercanía a la cruz, aunque la cruz sea diminuta, para que renazca un haz de luz.
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