Irlanda y la placenta
En el mejor de los casos la muerte es una antesala y, en el peor, la viga maestra de una filosofía nihilista en la que se amanceban la angustia y el hedonismo. Para un católico es un espacio de puertas entreabiertas por las que se accede a una alegría de querubines. Y para un dublinés contento con el veredicto de las urnas es la razón de ser de su brindis por la matanza infantil. Un brindis jaleado por U-2 y criticado por niños cantores que sustituyen la batería por el sonajero porque el sonajero marca el ritmo de la primera toma con más precisión que la batería el del primer réquiem.
De las placentas irlandesas surge siempre un hombre de provecho o un parado de larga duración, una consejera delegada o una mujer de su casa. El egoísmo de los que ahora quieren acabar con el líquido amniótico se deriva de que han superado una infancia de cosquillas y azotazos antes de estudiar en buenos o en malos colegios, antes de cogerse de las manos o de sacarse las tiras, antes de aprobar notarias o de suspender cuarto y reválida. Es decir, han vivido bien. Y lo han hecho porque una generación generosa prefirió concebirlos al deducir con acierto que un pañal huele siempre mejor que una mortaja.
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