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Más allá del linchamiento

Para muchos aficionados modernos al cine, ‘La guerra de las galaxias’, de George Lucas, es lo más viejuno que están dispuestos a soportar. De modo que no les hablen ustedes del Fritz Lang de ‘Furia’, o ‘Sólo se vive una vez’. O del William A. Wellman de ‘Incidente en Ox-bow’. O del ‘Frankenstein’ de James Whale. O del Robert Mulligan de ‘Matar a un ruiseñor’. Todas ellas son películas que denuncian la brutalidad de la cultura del linchamiento y reivindican una justicia superior, e independiente, que vaya más allá de las apariencias y de los juicios apresurados y pasionales de la sensibilidad popular. Convendría que muchos periodistas y tertulianos españoles de hoy, que hierven de furia justiciera por la sentencia de La Manada, les echaran un vistazo, pues el mismo sensacionalismo informativo que critican estas obras ha reaparecido hoy entre nosotros con formas, eso sí, menos pedestres que en el pasado.

Y muy especialmente debería verlas el ministro de Justicia Rafael Catalá que en un intolerable ejercicio de demagogia ha decidido ponerse al frente de los que, en estas películas, irían a exigir justicia con horcas y antorchas, Hasta un monstruo que ha matado a una niña merece algo más que la justicia popular, como nos explicó con innegable grandeza poética Mary Shelley en su Frankenstein, novela que este año cumple su centenario.   

El linchamiento ha sido una preocupación tradicional del western, un género que  habla de la justicia y sus problemas. También de la violencia masculina, la de las pistolas, y de la necesidad (y dificultad) de colocarla en su sitio justo. Pero igualmente se ocupa de la violencia moral de los rumores y de los juicios apresurados, encarnada a menudo en las mujeres puritanas de la colectividad, y de la necesidad idéntica de ponerle límite.

Ha pasado tanto tiempo desde que se rodaron estas películas que creíamos tener superado el problema. Pero no. Los dilemas importantes nunca se resuelven del todo: tienden a reaparecer una y otra vez. Y la cuestión crucial aquí es si somos capaces de soportar que un culpable quede sin castigo, o que reciba un castigo menor del deseado, para asegurarnos de que un inocente no pueda ser condenado por error, o de que un culpable sea castigado de forma desproporcionada. Para evitar ambas aberraciones se inventaron la presunción de inocencia, los procedimientos, las garantías procesales y la independencia judicial. Pero hoy el pueblo (sic) ha hablado y ha dicho que todo eso es calderilla y que su furia es una luz más poderosa y mejor para iluminar a la justicia de hoy. Ni las pruebas, ni el análisis, ni el rigor, lo que debe contar es la fe del ‘hermana, yo sí te creo’. Como si la justifica fuera cuestión de creer, y no de discernir. Como si el ser humano no pudiera tener oscuros motivos para mentir o exagerar. Como si después de tantos siglos, no hubiéramos aprendido todavía nada sobre nosotros mismos.

Publicado en El Norte de Castilla

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