Los cristianos de hoy, ¿somos un tanto pelagianos? ( y III)
Dice el Papa refiriéndose al Espíritu Santo: “Invoquémoslo hoy, bien apoyados en la oración, sin la cual toda acción corre el riesgo de quedarse vacía… Jesús quiere evangelizadores que anuncien la Buena Noticia no sólo con palabras sino sobre todo, con una vida que se ha transfigurado en la presencia de Dios.” (259)
“¡Cómo quisiera encontrar las palabras para alentar una etapa evangelizadora más fervorosa, alegre, generosa, audaz, llena de amor hasta el fin y de vida contagiosa! Pero sé que ninguna motivación será suficiente si no arde en los corazones el fuego del Espíritu”. (261)
“Sin momentos detenidos de adoración, de encuentro orante con la Palabra, de diálogo sincero con el Señor, las tareas fácilmente se vacían de sentido, nos debilitamos por el cansancio y las dificultades, y el fervor se apaga. La Iglesia necesita imperiosamente el pulmón de la oración, y me alegra enormemente que se multipliquen en todas las instituciones eclesiales los grupos de oración, de intercesión, de lectura orante de la Palabra, las adoraciones perpetuas de la Eucaristía”. (262)
“Entonces, no digamos que hoy es más difícil; es distinto. Pero aprendamos de los santos que nos han precedido y enfrentaron las dificultades propias de su época. Pero ¿qué amor es ese que no siente la necesidad de hablar del ser amado, de mostrarlo, de hacerlo conocer? Si no sentimos el intenso deseo de comunicarlo, necesitamos detenernos en oración para pedirle a Él que vuelva a cautivarnos”. (264)
“Puede suceder que el corazón se canse de luchar porque en definitiva se busca a sí mismo en un carrerismo sediento de reconocimientos, aplausos, premios, puestos; entonces, uno no baja los brazos, pero ya no tiene garra, le falta resurrección. Así, el Evangelio, que es el mensaje más hermoso que tiene este mundo, queda sepultado debajo de muchas excusas”. (277)
Cuando un seminarista o un novicio se acercan a su ordenación o a su profesión, creo que debieran pensar mucho en su santificación, porque por muy obispos, por muy sacerdotes o por muy consagrados que sean, si no son santos, para nada les sirve ser sacerdotes o consagrados. Si uno no es santo como cristiano, tampoco lo es como Papa, Obispo, Sacerdote o Consagrado. Un obispo es santo porque lo es como cristiano y un sacerdote es santo porque lo es como cristiano; y un seglar, lo mismo. Si Dios nos ha creado para un servicio particular en la Iglesia, es más santo quien cumple mejor su misión.
Por otra parte, nadie es santo si no ama, si no está pendiente de Dios; si no da gloria a Dios, si se atribuye lo que es propio de Dios, si no es humilde y no ve que lo bueno que hay en él proviene de Dios a quien debe darle gracias; ni tampoco quien no escucha ni contempla a Dios ni le da gracias ni le pide con fe y humildad que den fruto los trabajos que hace para su gloria. Y eso, desde el Papa al último bautizado. Creo que la santidad de todo cristiano la podríamos resumiría en tres puntos:
Primero: Ser hombres-hombres, o ser mujeres-mujeres. Iguales en dignidad, distintos en cualidades. Santos deben ser ellos y ellas, todos. Pero sin querer ser ellos como ellas, ni ellas como ellos. Todos deben sentirse amados amando y haciéndose aptos para ser amados.
Segundo: Ser cristianos auténticos supone pensar y actuar como cristianos. Lo cual supone mirar a Dios como padre y a todos como hermanos. Y esto, ir llevándolo a cabo con una actitud constante de acción de gracias y de petición de ayuda para seguir nosotros actuando por amor, sin atribuirnos nosotros el mérito, y siendo conscientes de ser portadores de la cruz del Señor en nuestras dificultades.
Tercero: Cumplir con la misión que Dios nos ha confiado. Desde un Santo Tomás de Aquino, el más sabio de los santos, hasta un cura de Ars, con muy poca capacidad intelectual, mucha gente con distintas cualidades han sido grandes santos, pendientes de lo que el Señor les pedía en cada momento.
Y si somos conscientes de la tarea que Dios nos ha confiado, no podemos acomodarnos en nuestro estilo de vida, sino que debemos mirar hacia el futuro y responderle siempre con mucha generosidad. Para ello no hay otro camino que vaciarnos de nosotros y llenarnos de Él, correspondiendo con nuestro amor al suyo. Por ahí va el camino de la santidad, de cualquier santidad. Y nunca caigamos en actitudes pelagianas, atribuyéndonos como conquistas nuestras, lo que son gracias y regalos de Dios.
Somos los sacerdotes quienes primero debemos evitar deslizarnos hacia el campo pelagiano. Veamos si en nuestra predicación y en nuestra actividad apostólica insistimos en la gracia de Dios y en la oración, o más bien en actividades humanas y sociales. ¿Insistimos en que todo es gracia y regalo de Dios, por lo que debemos darle constantemente gracias y pedirle ayuda? ¿Fomentamos la oración y los sacramentos de la Eucaristía y de la penitencia? ¿Los fieles ven en nosotros un ejemplo y una motivación para ello, o una cierta indiferencia ante eso que se llama “vida de piedad”? ¿Cómo predicamos? Quienes oyen nuestras predicaciones ¿se sienten movidos a acercarse a Cristo y desde Él y con Él, ir a los hombres, o actuan de cara a los hombres, dejando a Cristo quietecito en el sagrario? Que nunca puedan aplicarse a nosotros aquellas palabras de Jesús: “« Marta, Marta, te preocupas y te agitas por muchas cosas; y hay necesidad de pocas, o mejor, de una sola. María ha elegido la parte buena, que no le será quitada. »" (Lc. 10, 41- 42).
José Gea
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