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El trasfondo inmoral del tema catalán

El tema de la independencia catalana tiene un mucho de fondo ético, mejor dicho, de fondo ético turbio, poco decente, aunque algún obispo y más de un clérigo no lo vean, hábilmente enmascarado con su proyección política para engatusar a incautos.

Si definitivamente, Dios no lo quiera para bien de todos, los separatistas del Principado alcanzaran, cosa bastante improbable, su objetivo secesionista, de inmediato se pondrían a promulgar toda una batería de nuevas leyes, entre otras una que hiciese borrón y cuenta nueva del pasado, en particular del pasado mangante de ciertos prohombres y dirigentes políticos de la “casta” gobernante catalana.

Los Pujol, muchos convergentes y algún que otro etcétera convirtieron a Cataluña en el puerto de Arrebatacapas, y ahora se están viendo con el agua de la Justicia al cuello (si estuviésemos en tiempos de don Rodrigo Calderón, sería la soga). De ahí las prisas en proclamar una republiqueta de pa amb tomaca para limpiar el establo a la carrera antes de que se disipe el humo de los fuegos artificiales, y todo el mundo vea lo que de verdad había detrás de la tramoya separatista.

Claro que los convergentes no son los únicos que empujan con fervor el carromato de la independencia. De estas urgencias blanqueantes del 3% tratan de aprovecharse los esquerristas mayormente enmandilados, a ver si esta vez aciertan. Ya que hicieron el ridículo el 6 de octubre de 1934, con la proclamación del Estat Catalá, tientan ahora la suerte por si les puede ir mejor. Finalmente ahí están los anarcos de las CUP a la pesca en río revuelto. Por falta de ruido que no sea.

Pero aparte de coñas marineras, ¿qué se puede decir? ¿Que Cataluña, como tal, no fue nunca independiente? Lo fueron en su época, allá por la alta Edad Media, unos condados pirenaicos que trataban de recuperar el territorio que había arrebatado a la Hispania visigoda la tropa de la media luna. Pero todos aquellos condados de aldea terminaron absorbidos por el condado de Barcelona, cuyo gran conde, Ramón Berenguer IV, lo unió al reino aragonés en 1134 mediante su compromiso de matrimonio con doña Petronila, la hija niña de Ramiro II el Monje, rey de Aragón. Aquí feneció Cataluña, antes incluso de haber nacido como entidad nominal aunque nunca independiente.

De todos modos da igual que se aporten estas y otras muchas razones históricas, jurídicas y morales para invalidar las pretensiones independentistas actuales. La unidad de España, como la Unión Europea, hasta la ONU si ejerciera con eficacia su misión, son bienes políticos, territoriales, sociales, económicos, jurídicos, morales, etc. La unión hace la fuerza, dice el dicho. Todo lo que sea unir, por su misma naturaleza, fortalece a las partes unidas. Al contrario, todo lo que sea restar, dividir, romper, perjudica a las partes resultantes. Es un principio político de catón. Sumar engrandece, restar o dividir empequeñece. Eso lo entiende hasta el más lerdo de los seres humanos… siempre que no sea separatista catalán o vasco, pongo por caso.

Nuestros separatistas privativos son de piñón fijo. Ellos, a lo suyo. ¿Por qué quieren romper la baraja si han permanecido siempre unidos a España, si son España desde sus inicios? Sólo cabe una explicación inteligible. Más de un capitoste autonómico catalán, que lo fue o sigue siéndolo, temen a la Justicia aplicable a todos los españolitos que meten la mano en el cajón del común. Eso es todo, más allá de desplantes chulescos y soflamas románticas del 3 por ciento..., como mínimo.

A estos bizarros separatistas de ahora no hay que darles la medicina del desdichado general Domingo Batet. Basta simplemente que se les aplique la ley. Por razones de higiene política y aviso de mareantes. Quienes se saltan la legalidad constitucional tienen que saber de inmediato a qué se exponen. Ni un milímetro más, pero ni un milímetro menos.

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