La conversión de Teófilo
Estaba sentado en la terraza del Milford cuando recibí la llamada.
-¿Paco?
-¿Sí?
-Hola, me retraso diez minutos. He tenido una comida y se ha alargado, ya sabes.
-Ah, bueno, yo también he tenido una comida. Estoy con el cuarto digestivo, aquí en la terraza.
-Perfecto. Ahora nos vemos.
El Milford es un bar patrimonial y decadente que está en la calle de Juan Bravo, frente al noble edificio de la embajada italiana. La tarde es apacible y los últimos rayos de sol tiñen de oro, ocre y rojo inglés los árboles del bulevar.
Madrid luce mejor en otoño, sin duda.
-¿Otro Macallan, caballero? –pregunta solícito el camarero.
-Sí, por favor. Gracias.
Enciendo otro cigarrillo. Saboreo el whisky despacio. Pienso en mi amigo. No se llama Teófilo, claro. Me ha pedido que mantenga en secreto su verdadera identidad.
-No es por nada en especial. Nunca he salido en los medios. No me gusta. La vanidad es uno de los pocos pecados que no me han afectado. Cosa rara, ya lo sé. En cualquier caso, mejor me pones otro nombre. Lo de empresario puedes decirlo, sí. ¿Teófilo? ¿Cómo hace san Lucas? Bueno, está bien. Soy amigo de Dios. Me considero amigo de Dios. Y creo que Dios es amigo mío. Teófilo está bien, si te gusta. Además, en ese diario digital donde escribes hay un empresario que se hace llamar “Juan del Carmelo” y sus escritos me hacen mucho bien. Sé que murió y en Gloria esté, pero la muerte es pasar a un presente más amplio: esto lo dijo alguien y yo no sé quién, pero creo que es verdad. Además, aquí siguen publicando sus artículos. O sea, que sigue vivo, ¿no? Está bien Teófilo y está bien empresario porque lo soy. Nos veremos en Madrid tan pronto como puedas.
Así fue la conversación, hace unos días, no muchos.
Y así que llegó Teófilo mientras yo apuraba el cigarrillo. Tenía el mal aspecto habitual. Siempre ha tenido mal aspecto, como de resaca permanente. Delgado y huesudo, con ojeras y la barba eterna de tres días. La comida se había alargado con muchos digestivos, me temo.
-¿Qué tal, Teo? Buena comilona, ¿eh? ¿Qué tomas?
-¿Y tú?
-Whisky, ya ves.
-Venga.
Y Teófilo enciende un pitillo y sorbe un poco de Macallan y se acerca a la mesa.
-¿Estás bien? –le pregunto.
-Sí. Bueno, tal vez no. Un poco perjudicado, ya me entiendes.
-Se te pasará con el segundo copazo, Teo.
-Sí, claro, como siempre.
Pero dijo “como siempre” con un extraño acento triste. Hizo una mueca rara y empezó a hablar.
-Te he llamado para que cuentes mi conversión, por si le sirve a alguien. No tengo mucho tiempo y… No, no tengo prisa. Es distinto no tener tiempo que tener prisa. A todos nos queda poco tiempo en este mundo. La vida del hombre es un soplo. Algunos, los más robustos, viven ochenta años, según dice la Biblia, ¿no es verdad?
-Pues sí.
-Pues eso. ¿Qué son ochenta años? Nada. Yo antes no me daba cuenta de esto.
Tengo que decir que Teófilo ronda los 65 años. Y es un tipo que, como suele decirse, ha vivido. Recuerdo cuando me llevaba de juerga a discotecas y bares “de alterne”, según se decía entonces. Quizá eso era perversión de menores porque un servidor en aquella época no tenía más de 17 añitos. También a bares que no eran “de alterne” pero donde se buscaban la vida las señoras de la calle. “Si te sientas ahí, Paquito, te van a invitar”, me dijo una noche Teo. Y, efectivamente, me invitaron. Un travesti. Teófilo se moría de risa. Otra noche, en un pueblo de la costa valenciana, terminamos en un local de maricas, como también se decía entonces. “Pero, ¿qué hacemos aquí?”, le pregunté alarmado. “Bebe y disfruta, macho”, replicó Teo. Y entonces vimos al respetable doctor V. enfundado en una chupa de cuero negro, rodeado de tíos cachas. “¿Doctor?”, pregunté. Era mi pediatra. Son esas cosas que pasan en la vida, ya saben.
Teófilo me ha acompañado bastantes veces a casa cuando uno necesita ayuda para meter la llave en la cerradura. Lo que me impresionaba de Teo es que tenía la misma cara de crápula cuando estaba sobrio, por la mañana, que por la noche, cuando no estaba tan sobrio. Pero Teófilo siempre ha trabajado duro y ha tenido éxito. Siempre me ha recordado un poco a Jean Valjean.
-Yo estaba llenando de alcohol un vacío, Paquito. Y lo sigo haciendo, no creas. Pero ya no hay tal vacío. No te diré que me hundiese en el fango o tuviese grandes remordimientos. No, nada de eso. Nada es tan heroico, ni siquiera una conversión.
-¿Cómo fue, Teo?
-Te ahorraré detalles íntimos, y estoy seguro de que quien lo lea y se haya convertido, o ame a Cristo de verdad, lo entenderá: son cosas del alma de cada uno. La cuestión es que un día, en una iglesia, me confesé. Me confesé tan bien que el cura me hizo un exorcismo, creo. Y luego fui a Misa y comulgué. Y en ese momento me sentí amado como nunca antes, como nunca antes nadie me había querido. “Él me ama como soy, me ama como soy, me ama como soy, me ama como soy”. Y lo repetía para mis adentros sin parar y rompí a llorar como un niño sin parar. Y una señora me dijo que si me ocurría algo y me tomó del brazo y salimos de la iglesia. Y me dijo que qué quería hacer. Y le dije que necesitaba una cerveza. Y me la tomé y no hablamos de nada. Y yo dejé de llorar. Y entonces solo podía sonreír.
-Muy bonito, Teo.
-Acabas de decir una idiotez. No es “bonito” la palabra que define lo que me sucedió. Bien, en realidad, no hay palabras que lo puedan describir. Es el amor de alguien que te conoce muy bien y que no te exige nada y te acepta así, como eres. No sé si es un padre o una madre o un hermano; pero te ama y te valora. Te valora mucho, ¿Qué miras? Sí, soy yo… ¿Y qué más pasó? Te lo contaré: al cabo de tres meses pedí la admisión en el Opus Dei.
-¿Qué?
Conviene aclarar que Teófilo era un crítico agrio y acérrimo de la Obra. No voy a reproducir los calificativos que dedicaba a sus miembros en las noches de whisky y bares de alterne o no alterne.
-También te ahorraré detalles íntimos sobre esto, Paco. Puedo decirte que tuvo mucho de llamada urgente: cuando te tropiezas con Dios tienes que vivir para Él, en serio, muy en serio: no hay nada más serio, ni más importante; se trata de Dios, de Dios, no sé si me entiendes. Y sí, ya sé que habíamos hablado de los del Opus en términos, digamos, poco caritativos. Me doy cuenta ahora de que éramos tontos útiles, como tantos en el régimen anterior. El enemigo no era la Obra, que es como la Iglesia y de todo hay en la viña del Señor. Tú no vas a dejar de ser católico por el hecho de que veas corrupción en la Iglesia, ¿no? Son humanos y no ángeles, ¿qué quieres? ¿Tipos que medran? De eso también están llenas las multinacionales, como bien sabes. ¿Mercaderes en el Templo? Ya los había en tiempos de Nuestro Señor. ¿Traidores? Judas. ¿Cobardes? Pedro. ¿Bocazas? Santiago y Juan. ¿Cabezotas? Tomás. Nada, Paquito, este tipo de cosas no se sostienen.
También conviene aclarar que Teófilo tiene un espíritu militar o caballeresco. Y que hubiera sido un buen militar o un buen caballero medieval. Por ese lado, por el de la disciplina y el orden, sí que lo veía en el Opus Dei.
-No es eso. O no es solo eso. Te he dicho que no tengo tiempo, que no tenemos tiempo. No hay que tener a Dios en la puerta, esperando. Hemos esperado demasiado. No me culpo, no te culpo, pero yo no puedo soportar que Él tenga que esperarme. En el Opus puedes ser santo ahora, en este momento. Mira, y por esto quiero mantener el anonimato, apenas he bebido whisky y apenas he fumado. Si te fijas bien, no estoy apoyado en el respaldo de la silla y mientras tú hablas, le hablo de ti al Señor, o Él me habla de ti. La fe es una mirada, la mirada de Jesús. No te puedo ver como te ve Jesús si estoy sucio de egoísmo.
-Eso lo hacía santa Teresita de Lisieux, Teo. Lo de no apoyarse, digo.
(Mi amigo habla deprisa, como sin respirar. Dice que no tiene prisa y me da que tiene mucha. Se le acaba el tiempo).
-Exactamente. Y nadie se daba cuenta: solo Jesús y ella. Es lo mismo. No podemos perder ni un minuto más. Y tú y yo no vamos a irnos a las misiones o a meternos en la Cartuja. Y, sin embargo, Dios nos quiere santos porque nos quiere con Él. Aquí y ahora, Paquito. No lo demores. No tires por la borda más horas. ¿Sabes que santa Teresita es patrona de las misiones y no salió del convento?
-Sí, claro.
-Sí, claro, porque enferma de muerte como estaba, paseaba con todo el dolor del mundo por el claustro y si le decían que descansara, respondía que estaba aliviando el agotamiento de algún misionero en tierras lejanas. Me imagino que yo, si me ahorro un trago de whisky estoy aliviando el sufrimiento de algún pobre alcohólico. Dios no desperdicia nada, ya lo sabes.
-Ya, sí.
-¿Y recuerdas cuando queríamos hacernos monjes o caballeros?
-Es cierto. Y me sigue gustando la vida contemplativa, Teo.
-Y terminábamos en un lupanar o comiendo churros al amanecer. Mucho blablablá. Pues si quieres de verdad vida contemplativa aquí la tienes, ahora, en la Obra. Solo que tu claustro es la calle, el mundo, el metro, el autobús o esta terraza. Claro, no tienes ese puntito de vanidad que te confiere un buen hábito de monje, pero ya te he dicho que la vanidad es de las pocas cosas feas que no me han afectado. Me da igual. Tú eres más esteta y te van los hábitos y te encantaría verte por la calle vestido de franciscano.
-Bueno, yo…
-Que sí, te lo digo, Paquito. Yo soy un caballero o un monje pero no llevo espada y mi lucha es contra mí mismo y contra las huestes de Sauron.
-¡Ah, el gran Tolkien!
-El gran Tolkien, sí. ¿Quién es el héroe? ¿Aragorn? ¿Gandalf? ¿Faramir? ¿Los jinetes de Rohan? No. Los Medianos. Los Hobbits. Esos seres pequeños, ordinarios, humildes y alegres, que se dan muy poca importancia. Los tipos menos heroicos del mundo son los que salvan al mundo. Todo el mundo ve a los Hobbits con simpatía, pero no quieren ser como ellos. Quieren ser Aragorn o el rey Theoden. O Boromir o cualquier guerrero de Gondor.
-Tienes razón.
-Pues claro. Y lo heroico de verdad, de verdad de la buena, está en lo pequeño, entre los pucheros, como diría santa Teresa: ¡qué mejor definición de Dios para un Hobbit, con lo que les gusta comer!
-No lo había pensado, Teo.
-Pues piénsalo. Ahora y en lo vulgar: ahí está la heroicidad, la santidad. No tengo mucho tiempo y no puedo hacer grandes planes. En realidad, nadie puede hacerlos porque no sabemos el día ni la hora, como dice el Señor. El plan de hoy, de este momento: o es para mí, con lo cual queda estéril y muerto; o es para Jesús, con lo cual estamos dando vida. ¿A quién, a qué? No lo sabemos, Paco. Porque lo nuestro, como cristianos, es la siembra y no la cosecha.
Teófilo tosió. Encendió un cigarrillo y sorbió un poco de whisky. Me miró a los ojos con los ojos cansados y turbios, quizá por el alcohol. Estaba realmente hecho polvo.
-Me voy a ir, Paco. Escribe lo que quieras de lo que te he contado. Pero no dejes de escribir que nos queda poco tiempo y que tenemos que ayudar a Jesús a salvar almas. Él no quiere otra cosa y le vale cualquier cosa: hasta esa calada que no vas a dar ahora al pitillo y me la vas a dar a mí, porque igual me ahorras algo de Purgatorio.
-¿Eh?
-Sí, bueno. Escribe lo que quieras. Te invito. Hasta luego, Paquito. ¿Has quedado con tus amigos de Madrid?
-Sí.
-Dales un abrazo y no les digas nada. Bueno, que recen por
mí entre copa y copa. ¡Pasadlo bien, gamberros! ¡Adios!
* * *
Teófilo murió una semana más tarde. No soportó la operación de trasplante de pulmón. Fueron ocho horas de agonía y nos dejó. Tomé café con su mujer después del entierro. Le conté nuestra conversación en el Milford.
-Teo estaba muy mal. Tenía unos dolores insoportables. Hace mucho que no bebía ni fumaba. Lo hizo por tí. Cuando llegó a casa se desmayó. No sabes la cantidad de dinero que ha dado para obras en Africa y en Asia, Paco. Por eso también quiere el anonimato.
-¿Quiere?
-Jesús es la Resurrección y la Vida, ¿crees esto?
-Sí.
-Pues que se note. Teo me dijo: “Dile a Paco que su mano izquierda no sepa lo que hace la derecha, y que cuando ayune se perfume la cabeza. Él te entenderá.”
-Ahora lo entiendo.
-Escribe. Alguien lo entenderá también, aunque solo sea un alma en toda la tierra.
(¿Teófilo o Jean Valjean? Da igual. Lo escrito, escrito está).
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