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¿Por qué no pecar?

 Cuando San Juan Pablo II decía que hoy no había conciencia de pecado, no se refería sólo a fuera de la Iglesia. También en el interior de la Iglesia hay una crisis del concepto de pecado, no sólo porque haya quien dice que el pecado no existe. Quizá no sea ese el problema de nuestro concepto de pecado. Es verdad que hoy en día existe como un cierto malestar en muchos sectores de la propia Iglesia cuando se escucha la palabra “pecado”, y se prefiere cambiar por la palabra “error” o “falta”, quizá huyendo de reminiscencias antiguas que jugaban con el temor para evitar el pecado. Es la misma tendencia que lleva a algunos sacerdotes a cambiar la liturgia para evitar decir que Dios es “Todopoderoso”, diciendo en su lugar que es “Todobondadoso”. Hay quien dice que la Iglesia hoy no debe hablar del pecado, sino del amor y la misericordia; otros, con razón, no sabemos cómo se puede hablar de la Misericordia de Dios sin hablar del pecado… En el fondo de este galimatías está la concepción errónea del pecado que muchas veces subyace a nuestro inapropiado modo de entender y hablar de los pecados, las faltas, los errores, o como se les quiera llamar. Cogeré para este artículo, obviamente, la palabra que nos ha regalado la Revelación para hablar de esta realidad destructiva: el pecado.

 

A grandes rasgos, podemos decir que en nuestra Iglesia hay tres modos de concebir el pecado.

 

1. El primero es el pecado como mal moral. Existe una Ley, dada por Dios,  y contravenirla supone un acto de desobediencia que, según la estricta Justicia, tiene unas consecuencias. En efecto, si uno desobedece la Ley de Dios, puede ir al infierno. Esta concepción supone un orden moral en las cosas, que debe respetarse para no incurrir en un castigo. Es la concepción del hijo mayor de la Parábola del Hijo pródigo, que cumple estrictamente con su padre, pero en el fondo no hay amor en su obrar, sólo fría corrección, y por lo tanto una cierta conciencia de superioridad que le lleva al desprecio de su hermano menor, y a la incomprensión y rigidez con su propio Padre cuando se muestra misericordioso. Esta concepción del pecado mueve a no pecar por temor. Temor al castigo, a las represalias, a la imperfección. Es la encarnación del perfeccionismo moral con todo lo que ello conlleva.

 

2. El segundo modo es el pecado como mal psicológico. Esta concepción es más sutil y está mucho más extendida en la Iglesia. El pecado es malo porque te hace mal; tiene malas consecuencias en tu vida, en tu psicología, a veces irreversibles. Si caes en la droga, pierdes libertad, dinero, dignidad… por eso es malo. Si mientes no eres auténtico y te haces esclavo de tu propia mentira… por eso es malo. Se mide la maldad e inconveniencia del pecado en base a las consecuencias humanas que tiene. Es la concepción del hijo menor de la parábola. Él no tiene reparos morales de incumplir ninguna Ley, está (quizá) un paso por delante de su hermano mayor. Sin embargo, se percata de las consecuencias negativas de sus actos en la época de hambruna, y, recapacitando, decide volver, no por amor, sino por prudencia. En efecto, se acuerda de que en su casa no pasa necesidad, y por eso decide volver. Sin embargo, no hay en él arrepentimiento, sino recapacitación: veo las consecuencias malas que ha tenido mi pecado, reconozco que es malo para mí, y vuelvo para escapar de esas consecuencias. Es en el fondo una concepción que sigue siendo egoísta, como la primera. Esta concepción invita a no pecar por prudencia. Tú haz lo que quieras, eres libre, pero ten en cuenta que el pecado puede tener consecuencias que son malas para ti. Sin embargo, esta concepción tiene un matiz que no tienen las otras dos: invita a experimentar. Sólo en la experiencia personal del pecado parece que uno puede encontrar razones para no pecar.

 

3. El tercer modo de concebir el pecado es como ofensa al amor de Dios. Esta concepción es la más teológica y teocéntrica, la que más se destila de las Sagradas Escrituras, especialmente del Evangelio. Dios te ama, y por eso mismo te ha revelado cuál es el camino de la Vida, de la plenitud y de la libertad. Como Dios te ama, no quiere que te dañes ni que te pierdas, y por eso le duele cuando pecas. Si un niño se raja con una navaja, a él ciertamente le duele, pero si su Padre le ve, se le parte el corazón, porque ama a su hijo y no quiere que sufra. Esta concepción del pecado no se inserta en la lógica de la perfección o de la prudencia, como las anteriores que siguen siendo egoístas; se inserta en la lógica del amor que sale de sí y mira al Otro.

 

El que ama hace lo que da alegría al amado (como decía el P. Kentenich), y en consecuencia, aborrece lo que le entristece. La lógica del amor hace que uno no quiera ver triste al que ama. Sin embargo, hemos de explicarlo bien, porque no se trata de un “victimismo divino”.

Esta concepción está encarnada por el Padre de la parábola. Él deja irse al hijo, no le reprocha ni le impide, pero tiene un profundo dolor en su corazón al verle partir, porque le ama. Sin embargo, precisamente porque no es egoísta, no le retiene; pero porque es amor, le espera, entre la tristeza y la esperanza. El hijo menor, al volver, se siente desbordado por el amor misericordioso del Padre, que no se espera, un amor que deja atrás la lógica humana de la perfección y de la prudencia, y que va más allá; no le importa la ofensa o la imperfección: sólo quiere el bien de aquél a quien ama, y por eso se alegra al ver volver al hijo. Esto hace que el hijo tome conciencia de que lo más grande a lo que podía aspirar lo tenía en casa: el amor de su Padre. Y es lo que le confirma en su decisión de quedarse y no volver a partir, por amor a su Padre, y por el deseo de complacerse en un amor del que se goza.

Esta concepción del pecado invita a no pecar por amor. Un amor que tiene una doble dirección. Si me amas, y me pides algo, es por mi bien, y por ello puedo creer con certeza que no debo hacerlo. Si te amo, y me pides algo, lo hago por amor a ti, por agradarte, por no entristecerte.

 

Esta última concepción es la más pura y la más genuinamente bíblica. En toda la Sagrada Escritura resuena el quejido del amor del Padre que suspira por su criatura; desde el suspiro del Señor en el Edén tras el pecado de Adán y Eva: “Adán, ¿dónde estás?”, hasta el Salmo “ojalá me escuchase mi pueblo y caminase Israel por mi camino”, pasando por el gran Isaías: “extendía mis manos todo el día hacia un pueblo rebelde que va por su mal camino” (Is 65, 2). Dios nos ama, y por eso mismo quiere que no pequemos; en su amor nos ha dado la libertad, con la que podemos amarle y fiarnos de Él, pero también equivocarnos y darle la espalda. Sin embargo, Él quiere que le amemos, no que le obedezcamos; quiere que no pequemos, pero por amor. Quiere que nos dejemos alcanzar por su quejido de amor, que nos llama a la conversión, y que nos invita a no pecar por fe.

 

La segunda concepción del pecado pone al hombre en el centro, y a su propio criterio como medida del bien y del mal. En él parece que lo que es pecado es lo que te hace sentir mal. Esta concepción invita a probar, experimentar, lanzarse, para ser “adulto” y no niño. Es una concepción en la que resuena mucho la voz de la serpiente que invitaba a Adán y Eva a no fiarse, a ser “adultos” en el mal, conocedores de la ciencia del Bien y del Mal. Muy posmoderna y atractiva, pero de terribles consecuencias en dos sentidos. El primero, porque puede haber pecados que tengan consecuencias irreversibles. El segundo, porque mi conciencia puede estar mal formada, y puede haber pecados que no me hagan sentir mal, o cuyas consecuencias negativas no se vean necesariamente en el momento.

 

La primera concepción es la farisaica, que tiene el peligro de estar en la casa del Padre, mirando de reojo al hermano menor, o bien con envidia o bien con desprecio; pero en cualquier caso la mirada va de sí mismo al hermano, pero sin pasar por el Padre. Hoy, como siempre, no llena, no convence.

 

Una vez más, también en relación con el pecado, se revela que el centro del cristianismo es Dios, y no el hombre; es el amor, y ninguna otra cosa. Si el amor guiase nuestro corazón y nuestra mente, no pecaríamos, permaneciendo sin embargo absolutamente libres y felices, como será en el cielo. En esta concepción se entiende de modo completo el pecado y la necesidad de perdón, la libertad y la misericordia, el respeto y la entrega. Concluiré con una cita de la Sagrada Escritura que ilustra el sentido profundo de este artículo: “Si decimos que no hemos pecado, nos engañamos y la verdad no está en nosotros. Pero, si confesamos nuestros pecados, él, que es fiel y justo, nos perdonará los pecados y nos limpiará de toda injusticia. Si decimos que no hemos pecado, lo hacemos mentiroso y su palabra no está en nosotros. Hijos míos, os escribo esto para que no pequéis. Pero, si alguno peca, tenemos a uno que abogue ante el Padre: a Jesucristo, el Justo. Él es víctima de propiciación por nuestros pecados, no solo por los nuestros, sino también por los del mundo entero. (1 Jn 1, 8 – 2, 2). 

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