Recemos por España
Algunos políticos parecen haberse vuelto locos, apremiados por un afán de poder que les impulsa a pactar incluso con el diablo, sin advertir que terminarían siendo marionetas de los demagogos que quieren convertir a España en un erial castrista o chavista, en la oveja negra de la Unión Europea, en una segunda Grecia pero agigantada y mucho más catastrófica, por sus mayores dimensiones geográficas y demográficas.
De salirse con la suya ciertos políticos que odian a España, cuya simple palabra no consta en su vocabulario habitual, podríamos volver a la primavera terrible de 1936 (el 18 de julio vino después, no antes), o a noviembre de 1934. Ahora sin tiros, pero de nuevo con intenciones amenazantes. Porque ¿qué quieren estos enemigos de nuestro país? Lo que han querido siempre y en todo lugar: destrozar lo que no dominan, envenenar el ambiente social, fomentar la ruptura y el fraccionamiento de la nación. ¿Pretextos? Cualesquiera. Las “razones” son lo de menos. Lo fundamental son los fines. O en el mejor de los casos, resucitar el cantonalismo de un país desquiciado, como en la I República.
Ante una coyuntura tan poco halagüeña, ¿qué podemos hacer los creyentes? Por lo pronto rezar, implorar a Dios que se apiade de esta nación desnortada. Rezar si creemos en la eficacia de la oración. Pedir en todas las misas de todas partes del territorio nacional por la unidad de España, por la unidad y el bien de España. La unidad no es la unicidad, como confundían interesadamente los mastines del régimen pasado. La unicidad es la condición de único. La unidad, en cambio, puede ser una pero variada. Como dijo en alguna ocasión el cardenal Cañizares, la unidad de España es un bien moral, que debemos preservar. Algo así dijo, y ciertos clérigos -y no digamos los políticos partidarios del queso en porciones- a poco se lo comen crudo.
Las carnavaladas que hemos visto en los desfiles de los Reyes Magos en la ciudades españolas dominadas por los enemigos de España y a la vez cristófobos son un indicio o aperitivo de lo que nos espera si terminan imponiéndose en el gobierno de la nación.
Como escribí tiempos atrás (“como ya dije yo”), desdeñamos el mal menor y hemos propiciado el mal mayor. Cierto que tenemos razones más que sobradas para repudiar a Rajoy, cuyo pliego de quejas en su contra no necesito reiterar, pero lo contrario es mucho peor, y quedarse en casa la jornada electoral, una temeridad o desidia culposa. O sea, que no tenemos escapatoria, mal que nos pese, porque votar a formaciones insignificantes que no saben hacerse un hueco en el marcado electoral es igual que tirar el voto a la papelera. La democracia es así y el juego político también. Entonces ¿qué podemos hacer los creyentes para evitar que nos borren de la tierra que pisamos? Sin duda alguna, optar por el mal menor, como hicieron don Ángel Herrera y sus propagandistas en la II República frente a carlistas y alfonsinos.
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