Converso
Otros han escogido el de la santidad, y me alegro por ellos, pero lo cierto es que mi relación con la santidad ha sido siempre similar a la que he tenido con la aritmética. Aunque en el instituto me reía de factor común, envidiaba a quienes resolvían los ejercicios el día del examen. De igual modo que, tiempo después, envidié a quienes hacían el bien casi sin esfuerzo, como respiran los bolivianos que residen en La Paz, que ha vivido siempre en altitud como otros han vivido siempre en bondad. Ya me gustaría haber vivido en bondad, pero no. Y eso que es más fácil vivir en bondad que pisotear el Decálogo, al igual es más fácil darle la mano a un niño que tirarlo por las escaleras.
Nunca he tirado a un niño por las escaleras, pero, salvo eso, lo que he podido hacer mal, lo ha hecho mal, lo que me convierte, ahora que persigo lo contrario, en un converso. A los conversos nos pasa lo mismo que a los irlandeses, se nota que lo somos, no porque echemos de menos Dublín, esto es, el pecado, sino porque llevamos sus cicatrices. Entiendo, pues, que algún católico de toda la vida mire con recelo al converso. A sus ojos no es fiar. Y lo entiendo, porque ni siquiera yo me fio de mí mismo. Sé que se fía Dios y me basta, pero, aunque San Agustín sea de otra opinión, habrá quien crea que no es lo mismo presentarse ante Él con una camisa impoluta que repleto de lamparones. Tiene su lógica, pero no busco el aplauso del católico fetén, al modo en que el charnego busca que le aplauda el catalán emparentado con los Rius. No tengo intención alguna de convertirme en el Gabriel Rufián del catolicismo.
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