En defensa de la mujer
Este jueves se celebra el Día Internacional de la Mujer Trabajadora. Sencillamente, día de homenaje a la mujer, de la defensa de la mujer y de sus derechos inviolables, de su dignidad y grandeza.
Como otros años, éste también se ve ensombrecido por la evidencia de que sigue siendo necesaria su defensa ante los sufrimientos y amenazas a su verdad y dignidad. En este año particularmente terrible, los medios de comunicación social nos alertan sobre los malos tratos, las agresiones y la violencia de los que la mujer está siendo víctima. Han tenido que suceder deplorablemente hechos violentos de muerte o de sangre, o de agresiones sexuales, o de imposición del matrimonio a niñas en países del subdesarrollo, para que se produzca una reacción justa, clamorosa frente a las violaciones contra los derechos humanos y de la dignidad de la persona humana.
Junto a la condena y el rechazo más completo de estos crímenes, agresiones y vejaciones, es necesario promover iniciativas concretas que frenen, hasta la supresión total, todas las formas de violencia. Especialmente se requieren medidas legales apropiadas. Se impone, al tiempo, un arduo trabajo educativo y de promoción cultural para que se reconozca en el patrimonio ético-cultural de la humanidad la conciencia de que los seres humanos son todos iguales en dignidad y son sujetos de los mismos derechos y deberes.
En la perspectiva de la antropología cristiana, el hombre y la mujer son iguales en dignidad. La imagen de Dios se refleja en todos los seres humanos sin excepción alguna. Como persona, la mujer no tiene menos dignidad que el hombre, por eso no puede convertirse en modo alguno en objeto de dominio, ni de posesión masculina, ni de vejación o minusvaloración por parte del varón.
Desgraciadamente, el mensaje cristiano sobre la dignidad inviolable de la mujer halla oposición en la persistente mentalidad que considera al ser humano como objeto de compraventa y la mujer víctima como un objeto del egoísmo masculino. Esta mentalidad produce frutos muy amargos, como el desprecio e instrumentalización de la mujer, los malos tratos, la violencia sexual, las violaciones, la pornografía, la prostitución –tanto más cuanto es organizada– y todas las discriminaciones que se encuentran en el ámbito de la educación, de la profesión, de la retribución del trabajo, de la maternidad, de las labores domésticas, entre otras.
Mirando la situación femenina en el mundo, ¿cómo no recordar la larga y humillante –a menudo subterránea– historia de abusos cometidos contra las mujeres en el campo de la sexualidad? Es hora de condenar con determinación las formas de violencia sexual y de toda violencia que con frecuencia toma por objeto a las mujeres. Todos, y de manera muy especial los cristianos, estamos llamados a emprender una acción enérgica, decidida y eficaz contra toda forma de discriminación y degradación que asume esta mentalidad imperante, incluso cuando se expresa en espectáculos o en publicidad encaminados a acentuar la carrera frenética del consumo.
Pero las mujeres tienen el deber de contribuir ellas mismas a lograr el respeto de su persona, no rebajándose a ninguna forma de complicidad con lo que va contra su dignidad. Por ejemplo, la ideología de género, que las degrada.
La perfección para la mujer no consiste en ser como el hombre, en masculinizarse hasta perder sus cualidades específicas de mujer. La verdadera promoción de la mujer consiste en tener su realidad propia y específica de personalidad humana inalienable.
Es urgente alcanzar en todas partes la efectiva igualdad de la persona. Es necesario avanzar en la legislación y no ceder ante ideologías degradantes de la verdad. Se trata de un acto de justicia, pero también de necesidad.
Además de felicitar a toda mujer en este día tan señalado y sumarme al nunca suficientemente tributado y justo homenaje a la mujer, permítanme que cierre esta página citando a San Juan Pablo II: «Si nuestro siglo, en las sociedades liberales, está caracterizado por un creciente feminismo, se puede suponer que este feminismo sea una reacción a la falta de respeto debido a toda mujer… Quizá un cierto feminismo contemporáneo tenga sus raíces precisamente en la ausencia de un verdadero respeto por la mujer».
Necesitamos ir a los fundamentos antropológicos en los que se sienta una verdadera consideración de la mujer. Esforcémonos todos, luchemos por conseguirla sobre esas bases y fundamentos. Las mujeres encontrarán en María, la más grande de las mujeres, el secreto de conseguir para sí un progreso verdadero.
Como otros años, éste también se ve ensombrecido por la evidencia de que sigue siendo necesaria su defensa ante los sufrimientos y amenazas a su verdad y dignidad. En este año particularmente terrible, los medios de comunicación social nos alertan sobre los malos tratos, las agresiones y la violencia de los que la mujer está siendo víctima. Han tenido que suceder deplorablemente hechos violentos de muerte o de sangre, o de agresiones sexuales, o de imposición del matrimonio a niñas en países del subdesarrollo, para que se produzca una reacción justa, clamorosa frente a las violaciones contra los derechos humanos y de la dignidad de la persona humana.
Junto a la condena y el rechazo más completo de estos crímenes, agresiones y vejaciones, es necesario promover iniciativas concretas que frenen, hasta la supresión total, todas las formas de violencia. Especialmente se requieren medidas legales apropiadas. Se impone, al tiempo, un arduo trabajo educativo y de promoción cultural para que se reconozca en el patrimonio ético-cultural de la humanidad la conciencia de que los seres humanos son todos iguales en dignidad y son sujetos de los mismos derechos y deberes.
En la perspectiva de la antropología cristiana, el hombre y la mujer son iguales en dignidad. La imagen de Dios se refleja en todos los seres humanos sin excepción alguna. Como persona, la mujer no tiene menos dignidad que el hombre, por eso no puede convertirse en modo alguno en objeto de dominio, ni de posesión masculina, ni de vejación o minusvaloración por parte del varón.
Desgraciadamente, el mensaje cristiano sobre la dignidad inviolable de la mujer halla oposición en la persistente mentalidad que considera al ser humano como objeto de compraventa y la mujer víctima como un objeto del egoísmo masculino. Esta mentalidad produce frutos muy amargos, como el desprecio e instrumentalización de la mujer, los malos tratos, la violencia sexual, las violaciones, la pornografía, la prostitución –tanto más cuanto es organizada– y todas las discriminaciones que se encuentran en el ámbito de la educación, de la profesión, de la retribución del trabajo, de la maternidad, de las labores domésticas, entre otras.
Mirando la situación femenina en el mundo, ¿cómo no recordar la larga y humillante –a menudo subterránea– historia de abusos cometidos contra las mujeres en el campo de la sexualidad? Es hora de condenar con determinación las formas de violencia sexual y de toda violencia que con frecuencia toma por objeto a las mujeres. Todos, y de manera muy especial los cristianos, estamos llamados a emprender una acción enérgica, decidida y eficaz contra toda forma de discriminación y degradación que asume esta mentalidad imperante, incluso cuando se expresa en espectáculos o en publicidad encaminados a acentuar la carrera frenética del consumo.
Pero las mujeres tienen el deber de contribuir ellas mismas a lograr el respeto de su persona, no rebajándose a ninguna forma de complicidad con lo que va contra su dignidad. Por ejemplo, la ideología de género, que las degrada.
La perfección para la mujer no consiste en ser como el hombre, en masculinizarse hasta perder sus cualidades específicas de mujer. La verdadera promoción de la mujer consiste en tener su realidad propia y específica de personalidad humana inalienable.
Es urgente alcanzar en todas partes la efectiva igualdad de la persona. Es necesario avanzar en la legislación y no ceder ante ideologías degradantes de la verdad. Se trata de un acto de justicia, pero también de necesidad.
Además de felicitar a toda mujer en este día tan señalado y sumarme al nunca suficientemente tributado y justo homenaje a la mujer, permítanme que cierre esta página citando a San Juan Pablo II: «Si nuestro siglo, en las sociedades liberales, está caracterizado por un creciente feminismo, se puede suponer que este feminismo sea una reacción a la falta de respeto debido a toda mujer… Quizá un cierto feminismo contemporáneo tenga sus raíces precisamente en la ausencia de un verdadero respeto por la mujer».
Necesitamos ir a los fundamentos antropológicos en los que se sienta una verdadera consideración de la mujer. Esforcémonos todos, luchemos por conseguirla sobre esas bases y fundamentos. Las mujeres encontrarán en María, la más grande de las mujeres, el secreto de conseguir para sí un progreso verdadero.
Publicado en La Razón el 7 de marzo de 2018.
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