Respuesta al diagnóstico
Diagnóstico duro, sin duda, pero que no entraña para mí, en modo algunos, falta de esperanza viniendo de donde venía, de un hombre, gran y admirado amigo mío, hombre de fe, servidor de la Iglesia y luchador empedernido porque cambien las cosas, amante como pocos de nuestra patria común, España, y de que recobre todo su vigor, su fuerza y su lucidez para reemprender nuevos caminos, llevar a cabo grandes empresas que nos hagan alcanzar lo que somos. ¿Qué hacer?, me pregunto desde mi ser hombre de Iglesia, hombre de fe, español, solidario con todos los que formamos esta unidad que somos España. y mi respuesta va a ser muy sencilla, simple y reductiva para algunos. La encuentro en la fiesta que celebramos el domingo pasado, la del Corpus Christi, fiesta de la confesión pública –hasta en las calles y plazas– de la fe que anima la Iglesia y de la que vive y en la que se apoya. En los tiempos que corremos, cuando tantos cristianos ocultan u olvidan sus convicciones, o cuando corrientes de diverso tipo muy poderosas ocultan su incidencia en la vida de la sociedad, necesitamos de estas manifestaciones públicas de la fe, que a su vez expresan cómo la fe es afecto a todo lo humano y posee una dimensión pública, como la misma persona tiene también una dimensión esencialmente social y pública. El salir a la calle en esta fiesta es algo más que un mero salir a la calle. Es un acto por el que se quiere prolongar el sacrifi cio eucarístico mostrando en el espacio público y exponiendo a la mirada y contemplación de los hombres el misterio eucarístico de nuestra fe: mostrarles y ofrecerles en el espacio público a Jesucristo en persona.
De esta manera la fiesta de Corpus nos recuerda también que la fe no se vive en la privacidad, ni en el anonimato, ni en la clandestinidad, y que es inseparable la adoración de la suerte y vida de los hombres y de los pueblos. Lo que confesamos, y la adoración al Santísimo que manifestamos en el espacio público en esta fiesta reaviva entre nosotros la conciencia de que, en la hora presente, la Iglesia, fi el a la riqueza espiritual que la anima –Cristo Eucaristía–, ha de ser fermento del Evangelio para la animación y transformación de las realidades temporales, con el dinamismo de la adoración, –Dios por encima de todo–, de la esperanza y de la caridad con su dimensión social y política que le es inherente, la fuerza del amor
cristiano que brota de la comunión con el Cuerpo de Cristo y de su adoración más profunda y viva. El Sacramento de la caridad, como llamó Benedicto XVI a la Eucaristía, es lo que cambia el mundo y lo que introduce la verdadera renovación que necesitan la Iglesia, para no enmudecer, y el mundo, ese mundo que nos dibuja el diagnóstico de su situación y que necesita un cambio profundo, no ideológico o estructural solo, sino de los criterios de juicio y de pensamiento que están en contraste con el Evangelio en el que se nos ofrece la verdad de Dios y del hombre, inseparable de Dios.
© La Razón
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