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Haz el amor y no la guerra

 Son las ocho de la tarde de un jueves cualquiera. Mientras preparo la sopa para la cena, me dirijo a María, que está en la otra punta de la casa (aunque no es un palacio con ala este y ala oeste, es lo suficientemente grande para que la pobre niña me oiga a un volumen lo bastante bajo como para no poner interés en escucharme...); desde la cocina, observando a distancia cómo juega, le pido que se vaya metiendo en la ducha. La niña, como es lógico, hace caso omiso de mi ruego; reacción que parecería obvia a cualquier observador imparcial que se detuviera a contemplar la escena. Minutos después, me dirijo al cuarto de baño, dónde enciendo el grifo del agua caliente para ir llenando la bañera, mientras repito entre el murmullo de los juegos infantiles: "María, vete desnudando que tienes que ducharte ya..." Ensimismada en el automatismo de mis tareas, cojo a la bebé y la voy bañando, y así con los otros dos, mientras sigo recordándole a María -a modo robot- que debe meterse en la ducha, avisos a los que la niña sigue completamente ajena, mientras se afana en vestir a una muñeca y arreglarle los enredos de la cabeza; actividad que, en estos momentos, encuentra infinitamente más entretenida que escuchar la voz en off de su madre que intermitentemente y sin mucho apasionamiento hace pequeños ecos en su cabecita.

Finalmente, cuando ya los hermanos están bañados y listos para irse a cenar, me acerco a María y le lanzo un grito de aúpa en la línea de los anteriores pero con un nivel de decibelios ya más alarmante: "¡María! ¡Te he dicho diecisiete veces que te vayas a la ducha! ¡Voy a contar a diez para que estés lista para bañarte!"

Ahí sí, ahí la pobre niña ha oído, escuchado y entendido plenamente el concepto de lo que le intentaba decir y corre asustada a hacer lo que le digo. Entonces, viene el consiguiente pensamiento: "es que solo obedece cuando grito".

"No, perdona", podría rebatir mi observador imparcial particular, "no es que solo obedezca cuando gritas, es que solo te oye cuando gritas, porque el resto de las veces ni te había oído".

Esto es perfectamente demostrable y podría describirse una escena en la misma disposición con idéntico resultado pero sin gritos:

Son las ocho de la tarde de un jueves cualquiera. Cuando termino de preparar la sopa para la cena, me dirijo a la habitación donde María juega con sus muñecas apaciblemente. Me agacho, la interrumpo momentáneamente, le pregunto si está vistiendo a la muñeca: "no, la estoy desnudando para ponerle el pijama", dice ella haciéndome partícipe de su juego. "Genial, cuál vas a ponerle, ¿este azulito? Es muy mono. Bueno, pues cuando acabes de ponérselo, la metes en la cuna y vienes a bañarte que se hace tarde, ¿vale?". Realmente, hay tiempo suficiente, mientras lleno la bañera y lavo a la pequeña, para que ella acabe con su actividad y se prepare para el baño. Entonces, al acabar con la bebé, vuelvo a la habitación y, viendo que la muñeca ya está acostada le recuerdo a María, mirándole a los ojos, hablándole a ella, que tiene que ducharse, y ella, automáticamente, se va directa al cuarto de baño. O quizás no, quizás no le apetece y se hace la sueca; así que le repito que se tiene que ir a la ducha o no nos dará tiempo de tomar un ´cola cao´ después de la cena porque se habrá hecho tarde...

El resultado, al final, es el mismo. Y el tiempo dedicado varía en cuestión de segundos; quizás no llegue ni a un minuto. Sin embargo, qué distinto es el trato en una y otra escena, qué diferente la forma de decir las cosas.

Lo mismo ocurre en muchas escenas cotidianas más: si un hijo pega a su hermana, por ejemplo. Es más eficaz ponerse a su altura, mirarle a los ojos y decirle que eso no está bien, mientras le pedimos que mime a su hermana para que deje de llorar porque se ha puesto muy triste, que zarandearlo en el aire mientras le gritamos que no lo vuelva a hacer.

Como a los adultos, a los niños no les gusta que les griten ni que les digan las cosas por la fuerza. ´Más se consigue con miel que con hiel´, reza el refranero popular. Por algo será. Y no es por lo que queramos conseguir en ese momento, sino en la vida de nuestros hijos en conjunto: que se sientan queridos en todo momento. Incluso cuando se les riñe o se les pone límites, se puede -se debe- hacer con amor. Y, segudno, que aprendan a que así es como se dicen las cosas, con cariño, con atención, de persona a persona, para que ellos lo hagan también de ese modo.

Muchas veces, esto se me olvida, se me olvida que detrás de esas figuritas pequeñas, inocentemente desafiantes, hay personas que no obedecen siempre a la primera o no dicen siempre la verdad, pero que responden y actúan mejor cuando se les enseña a hacerlo con paciencia y cariño. Cuando no recuerdo esto, termino como en aquella escena de los Hermanos Marx en Sopa de Ganso, que empezaba con la voluntad de Groucho de un acuerdo de paz y terminaba con una bofetada al Embajador extranjero mientras este gritaba: "¡es la guerra! ¡es la guerra!". Y es que a todos nos pasa: -a los padres, a los niños y a los hippies-, no nos gusta hacer la guerra, nos gusta que nos digan las cosas con amor.

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