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El sacerdote y la guerra de los mundos


 
Solo en el banco de la iglesia. Apenas un haz de la última luz de la tarde alcanza a iluminar al Cristo muerto. La sangre es pintura y los clavos son de madera gastada por el roce triste de tantas súplicas.
 
Apenas una sombra encorvada en un banco viejo y oscuro. Ochenta y cinco años de guerra sin tregua porque el diablo no duerme. Algún avaro dijo, con razón, que el dinero no duerme: el dinero es el excremento de satán y el arma mortal de sus huestes siniestras.
 
Revolotean ahora como vampiros sobre el altar y sobre las espaldas del cura orante. Nadie en el templo. Vacío de seres humanos y lleno de la oración callada y cansada del sacerdote. Lleno también de ángeles y demonios y de todos los ejércitos celestiales e infernales y de todas las presencias oscuras y viscosas.
 
No, no está vacío el templo.
 
Se combate con denuedo. Corre la sangre negra de los ángeles caídos y la sangre roja del cura Jacques y la sangre transparente del cura sentado, acuchillado en espíritu, degollado por la soledad inmensa del Misterio que se abre, como un abismo insondable, ante sus ojos cerrados.
 
Ha vivido toda la vida al borde del abismo del Todo y de la Nada, del Bien y el Mal. Ha vivido sin ver para que otros viesen y sin consuelo para consolar a todos los heridos por el Absurdo.
 
El enemigo no se muestra. El enemigo ríe en el abismo y en la ciénaga y le recuerda que ochenta y cinco años perdidos pueden ser rescatados por una abominación final. La última abyección y se verá libre de los clavos y la sangre:
 
-¿Qué más da, cura? Son clavos de madera y sangre de mentira, pintura roja y escayola.
 
Hay un silencio pesado y cruel.
 
-Serás libre, cura.
 
Y es entonces cuando el sacerdote -ochenta y cinco largos años, sí, cojo y sordo- se ha levantado tambaleándose. Se ha acercado al Sagrario y lo ha abrazado para no caer.
 
Y allí se ha quedado.
 
He salido del templo. Y conmigo todas las sombras.
 
-Ahora te toca a ti, escritorzuelo. Sí, a tí.
 
El sol se ha ocultado tras la montaña serrada; nubes que parecen vapores ascienden por el valle del río como tinieblas que acechan a las almas incautas.
 
Y, por la espalda, un siseo silbante sugiere sibilino:
 
-¿Estás seguro, sucio obseso, de haber sido perdonado?
 

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