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El Papa y el remite

Las cartas del Papa no son las de la novia. En la mili de los ochenta, los que la tenían, leían por lo general el texto con la mirada aburrida del que sabe lo que se va a encontrar. Encabezamiento: te echo de menos. Posdata: tu madre dice que comas. Francisco, por el contrario, no es previsible, siempre asombra. A veces, por lo que escribe en ellas. Y otras simplemente por escribirlas. Lo sé por experiencia. Hace un par de años le envíe mi libro Soy católico, ¿pasa algo? y casi a vuelta de correo recibí una misiva con su bendición apostólica. No era un texto manuscrito, pero llevaba su firma. Ni que decir tiene que gran parte de los restantes destinatarios del libro ni se dignaron a agradecer el detalle.  
El cuidado de las formas no tiene nada que ver con la respuesta del pontífice. Tampoco la cortesía. Estoy convencido de que no es la buena educación la que impele a Francisco a contestar las cartas que recibe, sino su comprensión de la condición humana. El Papa sabe cuánto entristecen las espaldas, cuánto las puertas que no se abren, cuánto las manos que se quedan tendidas sin que nadie complete el apretón. Por eso atiende las llamadas de auxilio, como la mía. Al fin y al cabo, enviar un libro es también un acto de desesperación.
Como lo es la carta que le envío la madre de Paolina, una niña italiana enferma terminal de cáncer que pidió a Francisco que orara por la cría. El Papa, que sabe lo bueno que es el Padrenuestro para el alma, así lo hizo. Además, las invitó a una audiencia general, pero la niña, que estaba ya en trámites con la vida eterna, murió una semana después. En su entierro el sacerdote leyó una carta en la que el pontífice explicaba a la niña que que tenía a Jesús en su corazón. Si sus palabras reconfortan es porque son ciertas. Algún psicólogo ateo se planteará denunciarlo por intrusismo, pero lo cierto es que Dios no invade competencias médicas: la recuperación anímica es una de las especialidades del milagro. 
 

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