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El Papa prefiere una Iglesia que se ensucia las manos lavando los paños de sus hijos a una de puros

“Que la Virgen María nos ayude a comprender en la realidad que nos rodea no sólo la suciedad del mal, sino también el bien y lo bello, para desenmascarar la obra de Satanás y, sobre todo, para confiar en la acción de Dios que fecunda la historia”. Fue el deseo que expresó el Papa Francisco antes de rezar el Ángelus, tal y como explica María Fernanda Bernasconi en Radio Vaticana. En la plaza de San Padre se reunieron este domingo miles de fieles y peregrinos para escuchar su comentario al Evangelio, rezar por sus intenciones de Pastor de la Iglesia Universal y recibir su bendición apostólica.
 
Refiriéndose a las tres parábolas con las que Jesús habla del Reino de los cielos, en esta ocasión, el Obispo de Roma se detuvo a considerar la primera, que se refiere al grano bueno y a la cizaña, que ilustra el problema del mal en el mundo y pone de manifiesto la paciencia de Dios.
 
El Papa Bergoglio explicó que con esta imagen Jesús quiere decirnos que en este mundo el bien y el mal están entrelazados a tal punto que es imposible separarlos y extirpar todo el mal. De ahí que haya afirmado que sólo Dios puede hacerlo. A la vez que recordó que la situación actual, con sus ambigüedades y su carácter heterogéneo es el ámbito de la libertad de los cristianos, en que se pone en práctica el ciertamente difícil ejercicio del discernimiento.
 
De manera que, como explicó Francisco, se trata de unir, con gran confianza en Dios y en su providencia, dos actitudes aparentemente contradictorias, a saber: la decisión y la paciencia.
 
La decisión –dijo el Papa– es la de querer ser buen grano, con las propias fuerzas, tomando distancia del maligno y de sus seducciones. Lo que significa preferir una Iglesia que es levadura en la masa y que no teme ensuciarse las manos lavando los paños de sus hijos, antes que una Iglesia de “puros”, que pretende juzgar, antes del tiempo, quien está o no en el Reino de Dios.
 
Además, el Sucesor de Pedro afirmó que el Señor es la Sabiduría encarnada que también hoy nos ayuda a comprender que el bien y el mal no pueden identificarse con territorios definidos o determinados grupos humanos. Sino que Él nos dice que la línea de demarcación entre el bien y el mal está en el corazón de toda persona. Sí, porque todos somos pecadores. Y Jesucristo, que con su muerte y resurrección nos ha liberado de la esclavitud del pecado dándonos la gracia de caminar en una vida nueva; con el Bautismo nos ha dado también la Confesión, puesto que siempre tenemos necesidad de ser perdonados.
 
Hacia el final de su reflexión, el Santo Padre dijo que “mirar siempre y sólo el mal que está fuera de nosotros, significa que no queremos reconocer el pecado que también está en nosotros.
 

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