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El árbol de la vida

Si la justicia es dar a cada uno lo suyo, se ha de dar  al Cesar lo que es del Cesar y a Dios lo que es de Dios. El haber dado al Cesar lo que es suyo y lo que es de Dios, es la primera injusticia que ha cometido la sociedad moderna. Por grande que llegue a ser el progreso técnico, político y económico, ni la justicia ni la paz podrán existir en la tierra sino se da a Dios lo que a Dios se debe. Si el hombre es injusto con Dios  se vuelve injusto también con sus semejantes. Sí, Dios tiene unos derechos, y si no se respetan, esa injusticia cometida  acaba quebrando el orden social.  El primer mandamiento de la ley de Dios no es sólo para cada hombre es también para la sociedad: Amaras a Dios sobre todas las cosas. Él es el árbol de la vida.

 Son los evangelios los que nos enseñan que Cristo ha recibido del Padre todo el poder y tiene en sus manos el destino de los estados, de los pueblos y de las naciones. Cristo mismo se lo dice al Cesar, no tendrías ese poder sino te lo hubiera dado mi Padre... Por estas razones, el cese o la prolongación de la vida de los estados y la paz de los pueblos, depende exclusivamente de Cristo. Nos lo repite esta sentencia de Efesios: No tiene paz el que resiste a Dios.

El magisterio de la Iglesia considera que la situación de crisis que vienen atravesando los estados se debe a la guerra que éste viene haciendo a la Iglesia desde hace mucho tiempo. El estado sufre siempre  por toda ofensa  que infiera o consienta a la religión. La acción enervante y prolongada del laicismo, que logra sustraer al estado del influjo regenerador del árbol de la vida,  Cristo, fueron preparando el terreno al  totalitarismo del Nuevo Orden Mundial (NOM). El NOM no es más que la suplantación del poder de Dios por el poder del estado, esto es, por encima del estado no se reconoce ninguna autoridad superior. El estado se convierte en la norma suprema de todo y abusa de los individuos, que se convierten en peones de un tablero político o simples números de cálculos económicos. El estado quiere atraerlo todo hacia sí y pierde su primordial carácter, el de ser una comunidad moral de ciudadanos. Ante esta situación, los cristianos deben capacitarse para defenderse contra los peligrosos errores de las versiones deformadoras del estado actual.

Así, el Magisterio señala al estado los siguientes deberes:

1)“En primer lugar rendir culto público a Dios: La existencia de la sociedad civil es obra de la voluntad de Dios. Es Dios quién ha hecho al hombre sociable y quien lo ha colocado en medio de sus semejantes,  para que las exigencias naturales que él por sí sólo no puede colmar, las vea satisfechas dentro de la sociedad. Por esto es necesario que el estado, por el mero hecho de ser sociedad, reconozca a Dios como su Padre y autor, y reverencie y adore su poder y dominio. La razón que manda a cada hombre y a la sociedad civil dar culto a Dios es porque de El dependemos, y porque habiendo salido de El, a El hemos de volver.

Así como no es lícito a nadie descuidar los propios deberes para con Dios, de la misma manera los estados, no pueden obrar como si Dios no existiese, no pueden rechazar la religión como cosa extraña o inútil. El estado tiene la estricta obligación de admitir el culto divino en la forma con que el mismo Dios ha querido que se le venere”. (Encíclica Vehement Nos de Pío X)

“Pero no sólo eso, este culto público y social que se debe a Dios, no es simplemente el de cualquier religión, sino el de la única verdadera religión, que es la establecida por el mismo Jesucristo y que Él encomendó a su Iglesia para proteger y propagar la religión”. (León XIII, Inmortale Dei).

2)El estado debe facilitar al ciudadano el logro de su destino eterno. Todos los hombres hemos nacido para alcanzar un fin último y supremo al que debemos referir nuestros propósitos. Es necesario que el estado, establecido para el bien de todos,  proceda de tal forma que lejos de crear obstáculos, dé todas las facilidades posibles a los ciudadanos para el logro de aquel bien sumo que naturalmente desean.

3) La separación hostil entre la Iglesia y el estado, limita la acción del estado a la prosperidad en esta vida mortal, despreocupándose completamente de la razón última de muchos de sus ciudadanos, la vida eterna, bienaventuranza propuesta al hombre para cuando deje esta tierra.

La observancia de estos tres deberes es la salvación del estado. Error grande, y de muy graves consecuencias es excluir a la Iglesia, obra del mismo Dios, de la vida social, de la política y de los medios de comunicación, excluirla de la legislación, de la educación, de la juventud, y de la familia. Sin la religión es imposible un estado bien ordenado. El estado que se aleja del cristianismo avanza hacia su decadencia con consecuencias desintegradoras en la política, la sociedad, el territorio y la familia, con consecuencias ruinosas para la economia. Incapaz de  su relevo generacional,  pierde  la fe y su cultura, en una palabra, muere como nación.Sólo Cristo es el árbol de la vida.

La concepción cristiana del Estado
La concepción cristiana de la sociedad civil fue  tratada  por primera vez por León XIII, que  en contraste con el Estado liberal, desarrolló las características del Estado inspirado en la filosofía cristiana, y declaró en varias ocasiones la superioridad de éste sobre aquél. Decía: A pesar de los muchos intentos realizados por buscar una constitución política al margen de la doctrina de la Iglesia católica, la realidad es que no se ha encontrado para constituir y gobernar el Estado, un sistema superior al que brota espontáneamente de la doctrina del Evangelio.

La concepción cristiana del Estado defiende el principio de autoridad bien entendida, garantiza los derechos del ciudadano, consolida y fomenta la seguridad de la familia, propugna la eficacia de las asociaciones y entidades intermedias, y finalmente garantiza a la comunidad política el logro de sus bienes propios pero siendo respetuoso al mismo tiempo de la misión específica de la Iglesia en la sociedad.

La concepción cristiana del Estado es aquella que respeta y consagra las funciones propias del Estado dentro de un clima de armoniosa colaboración con la Iglesia. Lo divino y lo humano quedan repartidos de una  manera ordenada y conveniente. Las leyes se ordenan al bien común, y no son dictadas por el voto y el juicio falaz de muchos políticos, sino por la verdad y la justicia. La autoridad de los gobernantes queda revestida de un cierto carácter sagrado y sobrehumano, a la vez que queda frenada, para que ni se aparte de la justicia ni degenere en abusos del poder.

La obediencia de los ciudadanos a esa autoridad así descrita, ya no es esclavitud de hombre a hombre, sino sumisión a la voluntad de Dios que ejerce su poder por medio de los hombres. Los hombres ven como deberes de justicia, el respeto a los gobernantes, la obediencia a la autoridad pública, el rechazo de toda sedición. La constitución del Estado que acabamos de exponer, no menoscaba ni desdora la verdadera dignidad de los gobernantes, antes  bien la engrandece y consolida.

 
Del libro Hacer Nuevas todas las Cosas. 
 

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