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Fue atea, mochilera, escaló el Himalaya, sufrió racismo... en África encontró a Dios en el dolor

Guadalupe Escudero Guillén tardó años en recordar sin lágrimas aquel convulso amanecer de Ruanda en el que su vida dejó de ser la que era para siempre.

Su enjuto cuerpo de apenas 1.65 metros, sus finas gafas que esconden una mirada azul serena, no hacen sospechar las mil y una aventuras que vivió antes de aquel instante.

La muerte no era algo nuevo para ella. Ya había tenido varios encontronazos con ella, como aquel día que la montaña le arrebató a un compañero, pareja de una de sus mejores amigas.

O aquella otra ocasión en la que deambuló, a más de 5.000 metros de altitud, perdida en medio de una ventisca que le azotó la cara durante más de tres horas sin dejarle ver una sola huella o una roca que le mostrara el camino que le devolviera a la tienda de campaña antes de que oscureciese.

Porque Guadalupe Escudero Guillén no siempre ha sido Sor Guadalupe o ‘Sor Piolet‘ como la conocen muchos.

No siempre ha vivido en el Monasterio de Zamartze [Zamarce en castellano, nota de ReL] a los pies de la Sierra Aralar, junto a Uharte-Arakil, a media hora en coche de Pamplona.

De hecho, confiesa que durante su juventud ni tan siquiera creía en Dios. “Era atea porque no conocía al verdadero Dios y sigo sin creer en aquel dios que rechazaba”, reconoce ya vestida de hábito.

Guadalupe Escudero nació en Piornal, el pueblecito más alto de Extremadura, a 1.170 metros. En este paraje del valle del Jerte, en Cáceres, donde según los libros de historia romanos, visigodos y árabes pasaron de largo por las inclemencias del tiempo, creció esta joven “siempre enamorada”.

Pese a todas las experiencias acumuladas a lo largo de una vida de viajes, Guadalupe cuenta que no se siente especial. Con un hábito azul que también oculta su pelo, recuerda la ropa de “vivos colores” que vestía cuando era joven, los guateques de la época rodeada de buenos amigos y la vida de estudiante de Delineación cuando aún vivía con sus padres en Plasencia. Y entre tanto, la montaña, siempre la montaña.

La realidad es que Guadalupe siempre ha sido una pionera. Las hemerotecas lo atestiguan. El rotativo Mundo Deportivo le dedicó una página entera el miércoles 1 de octubre de 1986 para contar todos los detalles de la expedición que iba a iniciar junto a tres amigas más al Island Peak, de 6.200 metros de altura. “Cuatro extremeñas a la conquista del Himalaya”, titulaba el periodista (aquí en PDF).

Este grupo de mujeres, la segunda expedición de féminas españolas que pisarían el Himalaya, compartían página con una leyenda del himalayismo, el austriaco Reinhold Messner, a punto de intentar el ascenso al Lothse (8.516 metros). En la noticia, se emulan los picos hollados por cada una de las componentes de la expedición.

Para entonces, Guadalupe, “de 24 años de edad y en desempleo”, ya contaba en su palmarés con varias cumbres de los Pirineos, los Alpes, los Picos de Europa, el Atlas marroquí y un largo etcétera.

Pero para ella la vida era algo más que subir a lo más alto de una montaña con el fin de contemplar el mundo y escuchar su silencio. “Creía que la vida encerraba un secreto. En mi interior había una búsqueda y quería ser fiel a ella. Elaboraba una lista, la lista de la vida, como la llamaba ella, que la componía de abajo hacia arriba, poniendo lo primero aquello que la hacía feliz.

“Siempre he apostado por lo primero de esa lista”, relata. En ese ‘inventario vital’ su deseo de ayudar a los demás y el amor siempre ocupaban los primeros puestos.

Fiel a esas prioridades, Guadalupe Escudero dejó atrás Plasencia para recorrer de ‘mochilera’ buena parte de Latinoamérica y las principales capitales europeas.

“Vivía la vida. Ella no me llevaba. Siempre decidía antes las cosas y siempre procuraba aprender de todo”, cuenta. Trabajó como diseñadora en una fábrica de peluches, fue auxiliar de enfermería o sirvió hamburguesas en un McDonald’s del barrio negro de Londres, donde ella era la única persona blanca: “Allí sufrí el racismo. Todo lo que los blancos hacían a los negros, ellos me lo hacían a mí. Si había terminado de fregar el suelo, venía algún joven y escupía sobre él”.

Lo económico o lo material apenas tenía importancia: “Me daba libertad tener poco. Cuando apenas tenía dinero, ver escaparates era como pasear por un jardín. Me gustaba lo que veía. Si un mes ganaba un poco más de dinero porque había trabajado más, era un suplicio. Lo que antes me parecía prescindible, de pronto pasaba a ser necesario. No me quería subir a ese engranaje social. Esto no quiere decir que yo no sea de este mundo”.

Transformada por África
El último viaje de Guadalupe Escudero tuvo como destino Ruanda. Aterrizó en este país el año 1991, unos pocos meses antes de que estallara la guerra civil entre hutus y tutsis. Como en otros tantos viajes, sólo había comprado el billete de ida.

“En Ruanda Dios estrechó su cerco sobre mí”, explica.

En este país del corazón de África ayudaba en un dispensario, intentando aliviar el dolor de los demás con los escasos medios con los que contaba y, sobre todo, intentaba que los demás se sintieran queridos: “Sentía impotencia ante el dolor y la muerte. Me di cuenta que mis dos manos, con las que antes había conseguido subsistir sin problemas, se quedaban pequeñas”.

María Guadalupe Escudero no podía hacer nada por salvar la vida de la personas que veía morir en sus brazos: “Me pedían que rezase a Dios por ellos. Pero… ¡¿A qué Dios?! Yo no tenía ningún Dios. Tenía que cumplir con lo que me habían pedido. Era algo sagrado y no sabía ni cómo hacerlo”.

La muerte de una niña
Hasta que la muerte de una niña ruandesa de cinco años le hizo “tocar fondo”.

Esa niña que cambió el rumbo de su vida se llamaba Wimana. “La habían abandonado y estaba desnutrida. Todo lo malo que puedas imaginar que le ha pasado es poco”, recuerda Guadalupe con un tono pausado. “Dábamos paseos y la cuidaba. No necesitábamos hablar para entendernos porque el lenguaje del amor es universal”.

Un día, al alba, en ese momento incierto en el que se funden el día y la noche, una religiosa avisó a Guadalupe. Wimana se estaba muriendo. 

«Me llamaron para avisarme de que estaba a punto de morir. Me preguntaron si quería despedirme de ella. Y lo hice. Murió entre mis brazos. Salí llorando, gritando y desesperada hacia una capilla que había en la misión. Me senté y lloré y lloré. Sumida en una total oscuridad, había encontrado la prueba de la no existencia de Dios… una cosa es dudar de su existencia, y otra creer haber encontrado la prueba definitiva que clausura toda duda… No podía existir un Dios que permitía tanto dolor y tanto absurdo como el de la vida de esa niña inocente que nació sólo para sufrir y morir…»

«Se hizo la oscuridad y mi vida dejó también de tener sentido… antes nunca lo había pensado, pero sin Dios toda mi existencia carecía de fundamento real. En medio de mi desesperación fui sintiendo paz. Wimana me decía que su vida no había sido inútil, que había existido para llevarme a mí a Dios. Su vida sí había tenido sentido. Pasé del absurdo a la razón total. Entendí que Dios existía y que Él plenificaba y daba sentido a nuestra existencia. Le pedí que me mostrara quién era».

Jesucristo y el amor
Las respuestas empezaron a llegar con la lectura del Evangelio que le dejaron las religiosas con las que convivía en la misión. “Jesús hablaba del amor, y yo de eso entendía. Desde ahí empecé a llegar al Dios verdadero”.

Jesús pasó a ser el primero de la lista y se consagró como religiosa para apostar por Él.

“A quienes me conocían no les sorprendió. Seguía siendo la misma”, dice. Ahora, como ‘ermitaña’ de Zamartze, y entregada completamente a Dios, explica que no tiene miedo a la soledad porque para ella no es algo nuevo. Durante toda su juventud caminó durante horas por senderos en completa soledad y silencio.

“El sonido del silencio en la naturaleza no tiene precio. Atender Zamartze no es casualidad. Para mí representa la unidad. Es la casa de espiritualidad de la diócesis y casa de todo el que quiera encontrarse: necesitamos salir de la vertiginosa rutina de cada día para entrar en nuestro interior y escucharnos, y escucharle”.

La tranquilidad del Monasterio de Zamartze, sólo es rota por el trino de un pájaro o algún montañero que no puede salir de su asombro cuando una enjuta religiosa se le acerca con paso tranquilo, y le detalla cómo ha de hacer mejor uno u otro nudo. Con serenidad, les explica: “Yo escalé en el Himalaya”.

(Texto y fotos de Rubén Elizari)

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