El cruzado del monopatín
Cuando la fe se debilita o desaparece, no es de extrañar que los matrimonios se separen y las naciones se desintegren, porque la fe es la verdadera columna vertebral que une las distintas partes de un cuerpo, sea la familia o una nación.
Los separatismos en España comenzaron sobre todo después de la Revolución Francesa, en el siglo XIX, precisamente cuando la fe comenzaba a ser cuestionada “globalmente”, después de siglos de debilitamiento. La crisis de la filosofía nominalista, ya en el siglo XIV y siguientes, preparó la ruptura de Lutero con la Iglesia, que propició una Europa dividida y un sinfín de guerras entre naciones que antes eran hermanas. Hermanas hasta entonces unidas por la misma fe católica.
Ese proceso se agudizó con la llegada del racionalismo y la Ilustración, que precedieron a la Revolución Francesa y su entronización de una prostituta como “la diosa Razón” en la catedral de Notre Dame de París. Napoleón y sus guerras de cientos de miles de muertos fueron los embajadores de las nuevas ideas “salvadoras”, que antes habían hecho un ensayo general en la Vendée.
Después de negar la Iglesia (Lutero) y de negar a Cristo (deísmo racionalista), se negó directamente a Dios (ateísmos materialistas del siglo XIX) y las guerras europeas se fueron haciendo “crónicas” y cada vez peores. La franco-prusiana de 1870 ¿no fue un anticipo de las guerras mundiales del siglo XX?
En ese siglo XX se empezaron a recoger los frutos de todo este proceso degenerativo y disgregador. El “Padre, que todos sean uno, como Tú y Yo somos uno”, en la oración sacerdotal de Cristo en la Última Cena, parecía haber caído en el olvido más absoluto entre los países cristianos occidentales. Las muertes, que antes se contaban por decenas de miles de muertos, pasaron a contarse por centenares de miles (Napoleón), millones (I Guerra Mundial) y decenas de millones (II Guerra Mundial). Como sigamos con este ritmo, la próxima guerra contará los muertos por centenares de millones. Dios no lo quiera.
Los terroristas yihadistas suelen hablar de Occidente como de los “cruzados”. Yo no puedo por menos de pensar en lo equivocados que están al considerar a Occidente como cubierto por el signo de la Cruz de Cristo. Hace ya tiempo que los países que crecieron precisamente a la sombra protectora del Crucificado han apostatado más o menos explícitamente de Él, en lo que podemos llamar una apostasía “tranquila”.
Por eso cuando el pasado 3 de junio, en la Vigilia de Pentecostés, supimos del sacrificio de Ignacio Echeverría, católico practicante de 39 años, de apellido vasco, nacido en el Ferrol, afincado en Madrid, veraneante en Comillas y emigrado por motivos de trabajo en Reino Unido, supe que la fuerza para hacer lo que hizo no le vino, sin duda, de un arrebato impulsivo o de su condición de español. El instinto de conservación es el más fuerte de todos, y le estaría empujando a quitarse de en medio cuanto antes, para escapar de los “mártires” de la Yihad. Pero Ignacio llevaba tras de sí muchas misas dominicales, muchas plegarias y muchas reuniones de su grupo de acción católica parroquial en San Miguel Arcángel, de las Rozas.
Precisamente era el día en que, según leí en un periódico digital, el ministro De Guindos y Patricia Botín habrían hablado de que el Banco Santander comprara el Banco Popular, en el que había trabajado Ignacio, por un euro.
(A mí, la reunión de los poderosos en el club Bildeberg se me ha antojado siempre como una especie de sucedáneo de Pentecostés: un pentecostés “por lo civil”.)
Pero no fue casualidad que, después del Popular, Ignacio recalara en Aresbank, banco árabe, para luchar allí contra el lavado de dinero procedente del terrorismo yihadista. Después de un tiempo en el paro, terminó en otro banco en Londres, donde le sorprendió la muerte, que pudo haber evitado, de haberlo querido.
Pero no lo quiso, porque en él sí que la cruz de Cristo estaba muy arraigada. Su familia era y es profundamente católica. No hay más que ver cómo han reaccionado. Su tío abuelo, monseñor Antonio Hornedo, obispo jesuita en la diócesis de Chachapoyas en Perú entre 1977 y 1991, muerto en 2006 en Lima con las botas misioneras puestas (pues siguió ejerciendo el ministerio sacerdotal hasta el final, con largas horas de confesonario), era un conocido de mi propia familia. Mi madre era de su edad y habían jugado de niños en la misma pandilla en el Parque del Oeste madrileño.
Recuerdo que una mañana temprano se presentó de improviso en mi casa de Madrid para saludarnos y mi madre, todavía en bata, se llevó un susto de muerte.
De tal palo, tal astilla. Yo he escrito este artículo para tratar de demostrar lo que es, por otra parte, evidente: que Ignacio no hizo lo que hizo “por ser español”, o por ser muy valiente, sino por ser católico practicante, sarmiento unido a la Vid que es Cristo. Esa es la única verdadera explicación, aunque algunos no lo quieran o no lo puedan ver.
Por eso los terroristas yihadistas, por una vez, acertaron: Ignacio sí que puede ser considerado como un “cruzado”, en el sentido de llevar en su corazón la Cruz de Cristo, que le empuja a defender al inocente, en este caso una mujer a la que no conocía de nada. Es la “antiviolencia de género”. Por esa mujer desconocida dio la vida, y Jesucristo dice que “no hay mayor amor que el de aquél que da la vida por aquellos a los que ama”. Cristo la dio por Ignacio e Ignacio la dio por Cristo. “Nadie me quita la vida, soy Yo el que la entrego libremente”.
Descanse en paz Ignacio Echeverría, el “cruzado del monopatín”.
Los separatismos en España comenzaron sobre todo después de la Revolución Francesa, en el siglo XIX, precisamente cuando la fe comenzaba a ser cuestionada “globalmente”, después de siglos de debilitamiento. La crisis de la filosofía nominalista, ya en el siglo XIV y siguientes, preparó la ruptura de Lutero con la Iglesia, que propició una Europa dividida y un sinfín de guerras entre naciones que antes eran hermanas. Hermanas hasta entonces unidas por la misma fe católica.
Ese proceso se agudizó con la llegada del racionalismo y la Ilustración, que precedieron a la Revolución Francesa y su entronización de una prostituta como “la diosa Razón” en la catedral de Notre Dame de París. Napoleón y sus guerras de cientos de miles de muertos fueron los embajadores de las nuevas ideas “salvadoras”, que antes habían hecho un ensayo general en la Vendée.
Después de negar la Iglesia (Lutero) y de negar a Cristo (deísmo racionalista), se negó directamente a Dios (ateísmos materialistas del siglo XIX) y las guerras europeas se fueron haciendo “crónicas” y cada vez peores. La franco-prusiana de 1870 ¿no fue un anticipo de las guerras mundiales del siglo XX?
En ese siglo XX se empezaron a recoger los frutos de todo este proceso degenerativo y disgregador. El “Padre, que todos sean uno, como Tú y Yo somos uno”, en la oración sacerdotal de Cristo en la Última Cena, parecía haber caído en el olvido más absoluto entre los países cristianos occidentales. Las muertes, que antes se contaban por decenas de miles de muertos, pasaron a contarse por centenares de miles (Napoleón), millones (I Guerra Mundial) y decenas de millones (II Guerra Mundial). Como sigamos con este ritmo, la próxima guerra contará los muertos por centenares de millones. Dios no lo quiera.
Los terroristas yihadistas suelen hablar de Occidente como de los “cruzados”. Yo no puedo por menos de pensar en lo equivocados que están al considerar a Occidente como cubierto por el signo de la Cruz de Cristo. Hace ya tiempo que los países que crecieron precisamente a la sombra protectora del Crucificado han apostatado más o menos explícitamente de Él, en lo que podemos llamar una apostasía “tranquila”.
Por eso cuando el pasado 3 de junio, en la Vigilia de Pentecostés, supimos del sacrificio de Ignacio Echeverría, católico practicante de 39 años, de apellido vasco, nacido en el Ferrol, afincado en Madrid, veraneante en Comillas y emigrado por motivos de trabajo en Reino Unido, supe que la fuerza para hacer lo que hizo no le vino, sin duda, de un arrebato impulsivo o de su condición de español. El instinto de conservación es el más fuerte de todos, y le estaría empujando a quitarse de en medio cuanto antes, para escapar de los “mártires” de la Yihad. Pero Ignacio llevaba tras de sí muchas misas dominicales, muchas plegarias y muchas reuniones de su grupo de acción católica parroquial en San Miguel Arcángel, de las Rozas.
Precisamente era el día en que, según leí en un periódico digital, el ministro De Guindos y Patricia Botín habrían hablado de que el Banco Santander comprara el Banco Popular, en el que había trabajado Ignacio, por un euro.
(A mí, la reunión de los poderosos en el club Bildeberg se me ha antojado siempre como una especie de sucedáneo de Pentecostés: un pentecostés “por lo civil”.)
Pero no fue casualidad que, después del Popular, Ignacio recalara en Aresbank, banco árabe, para luchar allí contra el lavado de dinero procedente del terrorismo yihadista. Después de un tiempo en el paro, terminó en otro banco en Londres, donde le sorprendió la muerte, que pudo haber evitado, de haberlo querido.
Pero no lo quiso, porque en él sí que la cruz de Cristo estaba muy arraigada. Su familia era y es profundamente católica. No hay más que ver cómo han reaccionado. Su tío abuelo, monseñor Antonio Hornedo, obispo jesuita en la diócesis de Chachapoyas en Perú entre 1977 y 1991, muerto en 2006 en Lima con las botas misioneras puestas (pues siguió ejerciendo el ministerio sacerdotal hasta el final, con largas horas de confesonario), era un conocido de mi propia familia. Mi madre era de su edad y habían jugado de niños en la misma pandilla en el Parque del Oeste madrileño.
Recuerdo que una mañana temprano se presentó de improviso en mi casa de Madrid para saludarnos y mi madre, todavía en bata, se llevó un susto de muerte.
De tal palo, tal astilla. Yo he escrito este artículo para tratar de demostrar lo que es, por otra parte, evidente: que Ignacio no hizo lo que hizo “por ser español”, o por ser muy valiente, sino por ser católico practicante, sarmiento unido a la Vid que es Cristo. Esa es la única verdadera explicación, aunque algunos no lo quieran o no lo puedan ver.
Por eso los terroristas yihadistas, por una vez, acertaron: Ignacio sí que puede ser considerado como un “cruzado”, en el sentido de llevar en su corazón la Cruz de Cristo, que le empuja a defender al inocente, en este caso una mujer a la que no conocía de nada. Es la “antiviolencia de género”. Por esa mujer desconocida dio la vida, y Jesucristo dice que “no hay mayor amor que el de aquél que da la vida por aquellos a los que ama”. Cristo la dio por Ignacio e Ignacio la dio por Cristo. “Nadie me quita la vida, soy Yo el que la entrego libremente”.
Descanse en paz Ignacio Echeverría, el “cruzado del monopatín”.
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