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"Vino a los suyos y los suyos no lo recibieron"

Le invito a escuchar el audio de esta reflexión en el siguiente vínculo: 

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Queridos amigos y hermanos de ReL: en este 14º Domingo del Tiempo Ordinario, del Ciclo B, a todos, sin excepción, Dios nos ofrece la salvación a través de su Palabra. Y todos podemos decirle que si o que no. Por eso es conveniente reflexionar sobre las consecuencias del rechazar la palabra de Dios y sobre el deber de acogerla aun cuando nos llegue a través de mensajeros humildes y modestos.

El libro del Profeta Ezequiel en el capítulo 2, versículos 2 al 5, nos recuerda la incredulidad de los hijos de Israel frente al profeta encargado de anunciar la destrucción de Jerusalén en castigo de sus pecados.  Dios conoce la obstinación de ese pueblo que hace tiempo se ha rebelado contra él, pero con todo le envía a Ezequiel con esta advertencia: “Te hagan caso o no te hagan caso, sabrán que hubo un profeta en medio de ellos”.

Palabras graves que dicen lo detestable de la rebeldía contra Dios, por la que el corazón se endurece y se hace refractario a cualquier llamado.  Dios, sin embargo, no cesa de iluminar, y de enviar avisos por medio de los profetas, pero precisamente la presencia de éstos y sus amonestaciones agravan el pecado del que persiste en su incredulidad.

Situación por desgracia nada infrecuente, siempre repetida, hasta cuando Dios envió a los hombres no a un profeta más, sino a su Hijo Divino: “Vino a los suyos y los suyos no lo recibieron”.

Es lo que nos narra el Evangelio de san Marcos, 6, 1-6, y que le sucedió a Jesús en Nazaret cuando se presentó en la sinagoga a predicar. Nazaret era su pueblo, su casa, donde había vivido desde su infancia, tenía los parientes y era bien conocido; esto debería haber facilitado más que en otra parte su ministerio, y en cambio, fue ocasión de rechazo.

Tras un primer momento de sorpresa ante sus milagros y su sabiduría, los nazaretanos lo rechazan incrédulos, diciendo: “¿No es éste el carpintero, el hijo de María?... Y desconfiaban de él”.

Un orgullo secreto, rastrero y mezquino, les impide admitir que uno como ellos, criado ante sus ojos y de profesión humilde, pueda ser un profeta, y aún nada menos que el Mesías, el Hijo de Dios.  La modestia y la humildad de Jesús son el escándalo en que tropiezan cerrándose a la fe.  Y Jesús observa con tristeza: “No desprecian a un profeta más que en su tierra, entre sus parientes y en su casa”.

Esta incredulidad le impide obrar en su pueblo los grandes milagros realizados en otras partes, porque Dios usa de su omnipotencia sólo a favor de los que creen.

Pidamos a nuestra Madre Santísima no tener nunca esta actitud ante Dios, sino un corazón siempre abierto a su palabra, una fe siempre creciente, y una esperanza siempre dispuesta a alcanzar lo prometido.

Con mi bendición.
Padre José Medina

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