San Juan de la Cruz (1542-1591), llamó “noche oscura del espíritu” a los periodos de sequedad, cuando la presencia de Dios deja de sentirse o palparse en nuestra vida, al punto que la devoción o, en su caso, las ganas de hacer oración, alcanzan mínimos desconcertantes, pues se da una especie de invierno emocional. A simple vista, el término puede sonar ilógico, pues la principal característica de la noche es la oscuridad; sin embargo, dependiendo de la fase lunar, hay noches más claras o iluminadas que otras. San Juan de la Cruz, quiso subrayar que se trata de una experiencia en la que, en medio de la más profundad oscuridad, como figura literaria para nombrar a la duda o a la soledad, hay que aferrarse a la fe que hace las veces de una lámpara o linterna. En realidad, Dios sigue estando presente y la relación, el vínculo con cada uno, lejos de extinguirse, alcanza una profundidad especial, capaz de dar un salto cualitativo. Algunos, cuando viven algo parecido, se asustan y piensan que han fallado; sin embargo, se trata de un buen síntoma, ligado a la madurez en el orden humano y espiritual. Ciertamente, cuesta trabajo, duele, pero aún en la llamada “noche oscura del espíritu”, el consuelo de Dios llega y eso hace que la prueba se suavice, pues no pretende que muramos en el intento, sino que seamos capaces de madurar, de profundizar a tal punto que el amor a él se vuelva un acto de voluntad, un “quiero estar aquí aunque no te sienta”. Los sentimientos, aunque válidos, pasan a un segundo plano. Entonces, ¿emocionarse al hacer oración es malo? Para nada. El objetivo de esto, no es anular las emociones, sino purificarlas y, desde ahí, encauzarlas hacia una experiencia viva, duradera, de por vida. Es decir, llegar al fondo o meollo del asunto que es la puesta en práctica del sacerdocio bautismal. Dicho de otra forma, pasar del “sentir” al “ser”. Desde luego que las emociones son también un rasgo humano, significativo, pero la fe no puede reducirse a una cuestión de “hoy si y mañana no”. Necesita echar raíces y las “noches oscuras” ayudan a que se logre. Algo que hay que evitar siempre; especialmente, cuando estamos en una prueba, es dejar la oración y los sacramentos, creyendo que no valen la pena, porque en ambos puntos se encuentran los medios para poder perseverar en medio de la crisis que Dios ha permitido para ayudarnos a conseguir una fe sólida.
Todos los santos y las santas han tenido sus momentos de soledad, de lucha interior. Esto no significa que se hayan vuelto ateos. Al contrario, en medio de dudas difíciles, de tipo existencial, lograron mantenerse firmes, sabiéndose poner en las manos de Dios. Tampoco quiere decir que se hayan amargado, pues –en palabras de San Francisco de Sales (1567-1622)- “un santo triste, es un triste santo”. También hay que hacer nuestras las palabras de la Venerable Concepción Cabrera de Armida (1862-1937): “me abandono en quien me abandona”. A la par que Dios permite una serie de momentos para romper nuestros esquemas, a menudo cerrados y excluyentes, nos ofrece, como ya vimos, el consuelo de los sacramentos, de la oración y, por si esto fuera poco, se encarga de poner en nuestro camino a personas que sepan acompañarnos. Por ejemplo, en el caso de la Sra. Armida, estuvo Mons. Luis María Martínez (1881-1956). Buscar consejo en la dirección espiritual, resulta clave, pues no debemos irnos por la libre, abandonados a nuestras propias fuerzas, sino dentro de la Iglesia que es madre y maestra.
A final de cuentas, después de la “noche oscura”, viene “el día soleado”, cuando se recogen los frutos. Algunos, saltan a la vista, mientras que otros quedan en el silencio, pero lo importante es que en todos los casos se dan, contribuyendo a la realización del proyecto de Cristo Sacerdote y Víctima en la historia de la humanidad. Esos momentos de silencio, de tedio espiritual, son los que nos llevan a la madurez. Asumámoslos con fe y buen sentido del humor. Vale la pena.
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