La Carta Colectiva en los Boletines Eclesiásticos
La Carta Colectiva fue publicada en todos los Boletines Eclesiásticos de todos los obispados de España, cuyas sedes correspondían al territorio nacional desde un principio o que había sido liberado por aquellas fechas. Después que llegó a manos de los Obispos, fueron muchas las ediciones que se hicieron de la misma. No faltaron periódicos que la publicaron íntegramente, o por lo menos amplios extractos de la misma. Escribe don Pedro Sobrino Vázquez: “hizo más en todas las naciones del mundo esta Carta Colectiva, para esclarecer la verdad del caso de España, que todos los esfuerzos de la diplomacia”.
De los más de 900 mensajes recibidos, de los obispos de todo el mundo, recogemos el del cardenal Michael von Faulhaber, arzobispo de Múnich:
“La sangre de los mártires traerá una primavera de flores benditas. Con toda el alma suplicamos al Príncipe eterno de la Paz que se acorten los días de la prueba; y entretanto, conceda su ayuda a los desdichados que sufren, su fortaleza los que defienden los sagrados derechos de Dios, y su victoria a los que luchan en esos combates santos”.
Bajo estas líneas la madrileña Puerta de Alcalá en 1938... La foto habla por sí sola.
Hoy leemos el punto número cinco del documento:
5. El alzamiento militar y la revolución comunista
El 18 de julio del año pasado se realizó el alzamiento militar y estalló la guerra que aún dura. Pero nótese, primero, que la sublevación militar no se produjo, ya desde sus comienzos, sin colaboración con el pueblo sano, que se incorporó en grandes masas al movimiento que, por ello, debe calificarse de cívico-militar; y segundo, que este movimiento y la revolución comunista son dos hechos que no pueden separarse, si se quiere enjuiciar debidamente la naturaleza de la guerra. Coincidentes en el mismo momento inicial del choque, marcan desde el principio la división profunda de las dos Españas que se batirán en los campos de batalla.
Aún hay más: el movimiento no se produjo sin que los que lo iniciaron intimaran previamente a los poderes públicos a oponerse por los recursos legales a la revolución marxista inminente. La tentativa fue ineficaz y estalló el conflicto, chocando las fuerzas cívico-militares, desde el primer instante, no tanto con las fuerzas gubernamentales que intentaran reducirlo como con la furia desencadenada de unas milicias populares que, al amparo, por lo menos, de la pasividad gubernamental, encuadrándose en los mandos oficiales del ejército y utilizando, a más del que ilegítimamente poseían, el armamento de los parques del Estado, se arrojaron como avalancha destructora contra todo lo que constituye un sostén en la sociedad.
Esta es la característica se la reacción obrada en el campo gubernamental contra el alzamiento cívico-militar. Es, ciertamente, un contraataque por parte de las fuerzas fieles al Gobierno; pero es, ante todo, una lucha en comandita con las fuerzas anárquicas que se sumaron a ellas y que con ellas pelearán juntas hasta el fin de la guerra. Rusia, lo sabe el mundo, se injertó en el ejército gubernamental tomando parte en sus mandos, y fue a fondo, aunque conservándose la apariencia del Gobierno del Frente Popular, a la implantación del régimen comunista por la subversión del orden social establecido. Al juzgar de la legitimidad del movimiento nacional, no podrá prescindirse de la intervención, por la parte contraria, de estas “milicias anárquica incontrolables” -es palabra de un ministro del Gobierno de Madrid- cuyo poder hubiese prevalecido sobre la nación.
Y porque Dios es el más profundo cimiento de una sociedad bien ordenada -lo era de la nación española- la revolución comunista, aliada de los ejércitos del Gobierno, fue, sobre todo, antidivina. Se cerraba así el ciclo de la legislación laica de la Constitución de 1931 con la destrucción de cuanto era cosa de Dios. Salvamos toda intervención personal de quienes no han militado conscientemente bajo este signo; sólo trazamos la trayectoria general de los hechos. Por esto se produjo en el alma una reacción de tipo religioso, correspondiente a la acción nihilista y destructora de los sin-Dios. Y España quedó dividida en dos grandes bandos militantes; cada uno de ellos fue como el aglutinante de cada una de las dos tendencias profundamente populares; y a su alrededor, y colaborando con ellos, polarizaron, en forme de milicias voluntarias y de asistencia y servicios de retaguardia, las fuerzas opuestas que tenían divida a la nación.
La guerra es, pues, como un plebiscito armado. La lucha blanca de los comicios de febrero de 1936, en que la falta de conciencia política del gobierno nacional dio arbitrariamente a las fuerzas revolucionarias un triunfo que no había logrado en las urnas, se transformó, por la contienda cívico-militar, en la lucha cruenta de un pueblo partido en dos tendencias: la espiritual, del lado de los sublevados, que salió a la defensa del orden, la paz social, la civilización tradicional y la patria, y muy ostensiblemente, en un gran sector, para la defensa de la religión; y de la otra parte, la materialista, llámese marxista, comunista o anarquista, que quiso sustituir la vieja civilización de España, con todos sus factores, por la novísima “civilización” de los soviets rusos.
Las ulteriores complicaciones de la guerra no han variado más que accidentalmente su carácter: el internacionalismo comunista ha corrido al territorio español en ayuda del ejército y pueblo marxista; como, por la natural exigente de la defensa y por consideraciones de carácter internacional, han venido en ayuda de la España tradicional armas y hombres de otros países extranjeros. Pero los núcleos nacionales siguen igual aunque la contienda, siendo profundamente popular, haya llegado a revestir caracteres de la lucha internacional.
Por esto observadores perspicaces han podido escribir estas palabras sobre nuestra guerra: “Es una carrera de velocidad entre el bolchevismo y la civilización cristiana”. “Una etapa nueva y tal vez decisiva en la lucha entablada entre la Revolución y el Orden”. “Una lucha internacional en un campo de batalla nacional; el comunismo libra en la Península una formidable batalla, de la que depende la suerte de Europa”.
No hemos hecho más que un esbozo histórico, del que deriva esta afirmación: el alzamiento cívico-militar fue en su origen un movimiento nacional de defensa de los principios fundamentales de toda sociedad civilizada; en su desarrollo, lo ha sido contra la anarquía coaligada con las fuerzas al servicio de un gobierno que no supo o no quiso titular aquellos principios.
Consecuencia de esta afirmación son las conclusiones siguientes:
Primera: que la Iglesia, a pesar de su espíritu de paz, y de no haber querido la guerra ni haber colaborado en ella, no podía ser indiferente en la lucha: se lo impedía su doctrina y su espíritu el sentido de conservación y la experiencia de Rusia. De una parte se suprimía a Dios, cuya obra ha de realizar la Iglesia en el mundo, y se causaba a la misma un daño inmenso, en personas, cosas y derechos, como tal vez no la haya sufrido institución alguna en la historia; de la otra, cualesquiera que fuesen los humanos defectos, estaba el esfuerzo por la conservación del viejo espíritu, español y cristiano.
Segunda: La Iglesia, con ello, no ha podido hacerse solidaria de conductas, tendencias o intenciones que, en el presente o en lo porvenir, pudiesen desnaturalizar la noble fisonomía del movimiento nacional, en su origen, manifestaciones y fines.
Tercera: Afirmamos que el levantamiento cívico-militar ha tenido en el fondo de la conciencia popular de un doble arraigo: el del sentido patriótico, que ha visto en él la única manera de levantar a España y evitar su ruina definitiva; y el sentido religioso, que lo consideró como la fuerza que debía reducir a la impotencia a los enemigos de Dios, y como la garantía de la continuidad de su fe y de la práctica de su religión.
Cuarta: Hoy, por hoy, no hay en España más esperanza para reconquistar la justicia y la paz y los bienes que de ellas deriva, que el triunfo del Movimiento Nacional. Tal vez hoy menos que en los comienzos de la guerra, porque el bando contrario, a pesar de todos los esfuerzos de sus hombres de gobierno, no ofrece garantías de estabilidad política y social.
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